Cuando no éramos humanoides
La autoestima se afianzaba si los colegas tocaban el timbre sin avisar. «¡Iyo! Vamos a dar un voltio». Un voltio. Su expresividad es tajante: una vuelta rápida, a ver qué se cuece. Como con mucha energía. Ir al parque y echarse unos litros a ver si pasaba por allí el grupito de chavalas que nos molaba. Cuando éramos humanos la inseguridad no se medía en likes, solía depender más bien de un «me gustas». A la cara y sin previo aviso. O sí o no. No había que ser un doríforo para ser atrevido ni una escultura cárnica para conseguir un sí. El único canon de belleza seguía siendo el griego; ahora un griego es lo único que buscan los canónicos.
No quisiera ir de nostalnalógico. Esa inclinación por “lo de toda la vida” es igual de pretenciosa y desfasada que subir un recuerdo semidesnudo del verano en plena Navidad. No, no es eso. Me gusta Instagram, Internet y un buen cuerpo. Incluso trato de preocuparme por el mío. La cuestión es desahogarme. Y, en cierto modo, escribir es un desahogo. Un resoplido de alivio. Uno se queda a gusto y no hay mayor gratificación que el que lo lea también resople.
No es la primera vez que hablo de la agresiva transformación que nos impone el paradigma digital. Suele ser dique de mi argumentario contracultural. La antítesis de lo vital ya no es lo inerte, sino lo virtual; el antónimo de lo natural ya no es lo artificial, sino lo digital. No obstante, no soy quién para juzgar lo más bueno y lo menos malo. Esos discernimientos es mejor hallarlos en viejos tipos como Bauman o Chomsky.
Pero la transformación insólita de las relaciones humanas es algo evidente. La transfiguración de las personalidades a través de una pantalla; el extraño vínculo emocional que se establece cuando la interacción es recíproca y recurrente; el positivismo como único estilo de vida compartible en un story; el entendimiento confuso de la conversación hablada cuando es escrita; considerar que el emisor sugiere algo porque te ha puesto un emoticono y te lo has imaginado guiñándote un ojo. Es curioso, hasta hace poco los sabios se preguntaban de dónde veníamos. Ahora que aceleramos todo el tiempo sin mirar atrás la cuestión es: ¿hacia dónde vamos?
Toda esta desvirtualización tiene que tener consecuencias implícitas en la percepción de la realidad. No sabría diagnosticarlas, pero pareciera que nuestro cerebro funciona como una CPU. Como si la información que interpretamos no proviniera de la vida, sino de una simulación permanente de la realidad. Siempre hemos visto cómo los robots son creados por los humanos, pero ¿y si no fuera necesario un sistema operativo para actuar robóticamente? La inteligencia artificial se nutre de una cascada de datos inabarcable que, mediante algoritmos —y otras movidas incognoscibles para mi mente de letras—, se convierten en patrones de respuestas y conductas.
¿Acaso no engullimos nosotros a diario toda esa cascada de información? ¿Acaso nuestra psicología conductual no ha mutado en las últimas décadas? Puede que la inteligencia artificial ya exista y sea la nuestra. Puede que nosotros seamos los robots y todo esto que nos rodea solo sea la paranoia de un demiurgo gigante que nos controla desde otra galaxia como Lisa Simpson controlaba su planeta de muelas.
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