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Fuensanta García: “Cuando llegué al Bellas Artes noté que a algunos les estorbaba”

Fuensanta García de la Torre | MADERO CUBERO

Manuel J. Albert

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Esta entrevista son dos paseos. O incluso más. Por un lado es un paseo físico por un par de rincones de Córdoba. Desde la plaza de Capuchinos, donde hemos quedado con la protagonista a petición de ella, al Palacio de Viana, donde las dos partes hemos consensuado que se podría hablar tranquilamente. ¿Y quién es esta mujer? Fuensanta García de la Torre (Sevilla, 1952), exdirectora del Museo de Bellas Artes de Córdoba. Con ella recorremos las calles en una cálida mañana de octubre, bajo un cielo azul cristalino y a la sombra de algunos de los rincones más pintorescos de la ciudad. Llegamos a Viana y allí nos sentamos a hablar.

Pero en la charla seguiremos andando. Otro paseo por Córdoba y sus gentes. Una visual mental agridulce que mostrará las luces y las sombras de una ciudad que trata de convivir con el legado patrimonial del pasado y las circunstancias del presente. Una urbe que busca encajar el creciente turismo con el respeto por la identidad de la ciudad y la convivencia con los vecinos.

Y un tercer paseo tiene lugar. Por la carrera de Fuensanta García desde que llegó a Córdoba en 1980, procedente de su Sevilla natal, hasta hoy. Una vida marcada por ser la directora del Museo de Bellas Artes, en el que le tocó poner en pie una institución moribunda. Y hacerlo a partir de unas condiciones materiales lamentables (el Museo no tenía ni luz ni agua cuando ella tomó posesión) y en mitad de un cambio de organización radical, con la cesión de competencias a la Junta de Andalucía.

Y todo ello, en el marco de una Córdoba mucho más provinciana y cerrada de lo que hoy es, en la que el hecho de ser mujer y foránea iba a pesar mucho en el difícil encaje de Fuensanta García.

Pero empecemos el paseo...

PREGUNTA. ¿Por qué nos has citado en el Cristo de los Faroles?

RESPUESTA. Es un sitio que me gusta mucho, sobre todo de noche. Es un sitio sobrecogedor y todavía, en parte, desconocido. Y muy poco cuidado porque tiene una contaminación visual que resulta espeluznante. Si te pones frente al conjunto del monumento del Cristo y miras para arriba te pierdes en un mar de antenas de televisión. Creo que el Ayuntamiento, junto con los propietarios de esas viviendas, deberían darle una solución porque la contaminación visual es también contaminación contra el patrimonio.

P. Si dejas las antenas detrás y sigues hacia la calleja que lleva al Bailío, te encuentras con una estampa que parece inalterable desde hace siglos. Pero no ha pasado en toda la ciudad. Por ejemplo, el entorno de la Mezquita está mucho más degradado.

R. Sin lugar a dudas. Yo llegué a Córdoba en el año 80, siendo ya una mujer adulta de 27 años. La Plaza del Cristo de los Faroles, Capuchinos, está exactamente igual ahora que entonces, incluido el tema de las antenas. En cuanto al entorno de la Mezquita, entiendo que el turismo tiene que existir porque es un medio de vida para muchas personas en Córdoba y que potencia muchos sectores. Pero no puede ser a costa de todo y menos en una ciudad patrimonial de la que se nos llena la boca cada vez que hablamos de cultura. Y situaciones así no se pueden dar en el entorno de la Mezquita.

P. Se nos llena la boca cuando hablamos del patrimonio y su riqueza pero estamos vaciando de gente las zonas más patrimoniales.

R. Ése no es un problema solo de Córdoba, sino algo general de ciudades con un patrimonio tan rico como el nuestro. Un problema que supone que los entornos con un imán fuerte para el turismo terminan siendo parques temáticos a los que van muy pocos de los vecinos de la ciudad o de sus visitantes habituales. Para mí, es una contradicción y una degradación del propio patrimonio. Estoy pensando por ejemplo, en el barrio de Santa Cruz, en Sevilla, que se ha convertido en una mesa de bar continua; no se puede caminar por la calle. Y el entorno de la Mezquita, Judería y Puerta del Puente se está convirtiendo en un espacio agresivo. Los cordobeses ya no van a los bares de ese entorno porque están pensados y diseñados para turistas. Eso me da mucha pena. Mi familia vivía junto a la Catedral en Sevilla; yo me he criado allí y la casa de mis abuelos, que estaba en la calle que sale de la Puerta del Perdón, es hoy una mesa detrás de otra. En Córdoba hay zonas en las que ocurre lo mismo, aunque tal vez lo de los bares en ese entorno está afortunadamente más controlado.

La contaminación visual que afecta al Cristo de los Faroles es contaminación contra el patrimonio

P. Creo que porque no hay espacio físico para las terrazas. Pero la mayoría son impostados. Como si fuesen decorados.

R. Son bares falsos.

P. Lo más genuino que tenemos en el entorno de la Mezquita es el Burger King. No te engaña. Te da lo que anuncia. Estoy provocando, lógicamente...

R. (Risas) No me lo había planteado, pero es cierto, te da lo que anuncia. Y recuerdo que se le pusieron más trabas que a ningún otro comercio o establecimiento del entorno. Hubo polémica en la prensa, protestas, y les prohibieron poner carteles o fotos. Eso es normal, pero la solución implicaba poner una falsa celosía de madera que no tiene nada que ver con la tradición local y colocar esos carteles de imitación a hierro forjado que inundan la Judería sin sentido. Y es que, para mí, uno de los horrores peores en todo ese entorno es la imposición a esas tiendas de una cartelería de chapa de lata pintada de negro e iluminadas por dentro simulando una especie de pergamino. Es superior a mis fuerzas. ¿Eso es lo original, lo genuino? ¿Tiene algo que ver con la idiosincrasia local y con nuestras tradiciones?

P. No es fácil conciliar turismo y respeto por la integridad de las ciudades.

R. Te voy a poner tres ejemplos antagónicos. Uno es Taormina, en Italia. Yo salí de allí absolutamente asqueada com el tema del comercio de falsos recuerdos, del mundo kitsch. Pero, en el sentido opuesto, creo que tenemos dos ejemplos muy positivos: La Laguna, la ciudad Patrimonio de la Humanidad de Tenerife, y la ciudad de Antigua, en Guatemala. En ambos se han mantenido bares, bancos, tiendas... sin que haya una agresión al patrimonio. No existe allí esa contaminación visual tan tremenda que podemos ver aquí. ¿Por qué hay que vender en las calles de la Judería o el entorno de la Puerta del Puente sombreros mejicanos, chilabas o pipas de agua? ¿Los cordobeses vestimos o usamos eso? Y que conste que tengo amigos en ese tipo de comercios.

Los entornos con un imán fuerte para el turismo terminan siendo parques temáticos a los que van muy pocos de los vecinos de la ciudad

P. A veces ofrecemos una imagen un poco rara.

R. Hace unos días, el periódico El Día organizó un coloquio y se trató ese tema. El director de Medina Azahara, Pepe Escudero, planteó el turismo como recurso económico y no como producto. Creo que era un planteamiento muy sabio para este momento. El turismo, sobre todo ese pretendido turismo cultural que ensalzamos al pensar que es de más calidad y poder adquisitivo -yo no pondría la mano en el fuego-, hay que usarlo como un recurso y extenderlo por toda la ciudad, independientemente de esos espacios físicos y geográficos de los que estamos hablando. Esta mañana, por ejemplo, hemos pasado por calles que son espectaculares y muy poco conocidas para los turistas. Aunque también es cierto que a veces pienso que es mejor que no las conozcan (risas), no vaya a ser que empecemos a poner chiringuitos.

P. Tú has pasado durante décadas por las calles del casco histórico de Córdoba para ir al museo. ¿No consideras que la arteria que comunica la Mezquita con la plaza del Potro está repitiendo un esquema parecido al del entorno de la Judería más turístico?

R. He pasado varias veces al día por ese sitio durante 32 años, yendo por el mismo sitio y volviendo siempre por otro camino distinto. En los primeros años, algunas de las calles estaban muy degradadas en lo urbano y en lo social porque había mucha droga que obligó a mujeres a prostituirse. En el camino de vuelta siempre atravesaba el Patio de los Naranjos. Lo hacía por dos cosas. La primera, porque de niña vivía al lado de la Catedral de Sevilla e iba a jugar a su Patio de los Naranjos y cogía las naranjas en todas sus fases, desde que estaban verdes y enanillas como garbanzos, hasta que cogíamos las naranjas amargas. Y la segunda fue por algo que ocurrió el primer día que llegué a Córdoba. Era el otoño de 1979 y vine para presentar mi instancia a un concurso de acceso para una plaza de profesora en el Departamento de Arte de la Universidad. Tras entrevistarme con el profesor y darle mi currículum, tuve que esperarle una hora. Y me fui a la Mezquita a sentarme en uno de los bancales que quedan junto a las arcadas, en el Patio de los Naranjos. Allí, recuerdo que pensé qué si conseguía la plaza de la Universidad me quedaría en Córdoba. Pero en esa misma reflexión me lancé un reto más intenso a largo plazo: si aquellas oposiciones a conservadora de museo que yo ya tenía firmadas las terminaba sacando y me venía también a Córdoba, sería a su Museo. Ese momento fue como una especie de oráculo.

¿Por qué hay que vender en las calles de la Judería o el entorno de la Puerta del Puente sombreros mejicanos, chilabas o pipas de agua?

La plaza de la Universidad la saqué en ese concurso de méritos y también saqué la oposición. Y elegí Córdoba para ser conservadora -al poco, ya directora- del Museo de Bellas Artes. Y como ya dije una vez, yo elegí Córdoba pero no sé todavía si Córdoba me ha elegido a mí. Y me sigo haciendo la misma pregunta. Porque vine a vivir a esta ciudad el 18 de enero de 1980 pero todavía me encuentro gente por la calle que se sorprende de verme. Se sorprenden de que siga en Córdoba. ¿Por qué me iba a ir? No sé por qué tienen algunas personas el empeño de que me vaya de Córdoba. Debe de ser que les estorbo muchísimo. A ver, estoy satirizando, pero sí creo que le he estorbado a mucha gente y le sigo estorbando a algunos y a algunas. Lo digo sin ningún reparo y el que se sienta aludido es su problema, no el mío.

P. ¿Cuándo empezaste a tener esa sensación?

R. ¿La de que estorbo y molesto a algunas personas de Córdoba? Pues desde que llegué al Museo. Por ejemplo, el tiempo que estuve en la Universidad no noté lo mismo. La sensación real la tuve cuando llegué al museo. E insisto: es una sensación real. No son imaginaciones de una chica de 28 años como era yo. Era algo perfectamente constatable porque es que hasta me lo decían.

P. ¿Y cuáles eran los puntos de fricción?

R. ¿Planteados por mí o por otras personas? Mira, ser directora del Museo de Bellas Artes es un puesto de trabajo maravilloso y he disfrutado muchísimo, pero también he llorado mucho de impotencia porque ha habido gente malintencionada que te hace sufrir mucho. Yo creo que estorbaba cuando llegué porque no caía bien en determinados ambientes.

P. ¿Por ser mujer?

R. Por ser una mujer de 28 años, sí. Pero también por tener agravantes peores. Porque había algo que estaba muy por encima de todo eso: yo era de Sevilla.

P. Venga ya...

R. Eso hoy puede ser una tontería, pero hace casi 36 años no lo era. Cuando tomé posesión de la plaza del Museo, el 18 de marzo de 1981, el hecho de venir de Sevilla era de las cosas más malas que podía pasarte en Córdoba. En esa época, algunos me reprochaban que la plaza no la hubiese obtenido alguien de Córdoba. Tonterías y polémicas absurdas, sí. Pero se daban. Y al final, siempre me decían que, al menos, mi nombre era muy cordobés. Y yo, para terminar de meter el dedo en el ojo, les respondía que mi Fuensanta no era cordobesa, sino murciana. Y es que mi abuelo materno era murciano y le puso a su hija pequeña –mi madre– Fuensanta. “Si no me salva nada”, les decía yo, “que tampoco me salve el nombre”. Como ves, los primeros años fueron muy duros. Era una ciudad muy difícil.

P. ¿Sigues viendo a Córdoba así?

R. Puede quedar algo, pero poquito. Yo creo que seguimos teniendo ese poso, ese halo extraño que tiene una parte de Andalucía. Porque parecemos muy abiertos y dicharacheros pero luego es mentira. La gente te invita a tomar una cerveza en el bar de la esquina, no en su casa. Y eso es muy significativo. No pasa solo en Córdoba, ocurre en una buena parte de Andalucía. En el fondo seguimos siendo muy cerrados. Pero en general, no me gustan los tópicos. Ni de las ciudades ni de las personas ni de las instituciones. Tal vez es porque tengo la mente un poco más abierta por mis orígenes. Mi padre era gallego, mi madre es sevillana pero de familia murciana y valenciana. Y en los orígenes de mis padres coinciden las Islas Canarias, La Rioja, Francia e Italia. Así que no me gustan ni los tópicos ni los talibanes.

P. ¿Cuál es el tópico que más te molesta oír cuando se habla del Museo de Bellas Artes de Córdoba?

R. Durante todos los años que he trabajado, el comentario que más me ha molestado no iba dirigido al Museo, sino a mí. Cuando me decían “qué bonito es trabajar en el museo, todo el día viendo cuadros”. Me daba como una especie de yuyu, ganas de chillar directamente. Cuando escuchaba esos comentarios me preguntaba si esa gente pensaba que mi trabajo era coger una silla y sentarme todo el día a mirar una pintura. Yo he tenido la suerte de trabajar toda la vida y de seguir vinculada todavía hoy a lo que me ha gustado. He colaborado con museos desde que empecé la especialidad de Historia del Arte en la Universidad. Es decir, desde que hace 43 años empecé a colaborar con el Museo de Artes y Costumbres Populares de Sevilla, no he dejado de estar vinculada. Luego seguí haciendo prácticas en el Museo Arqueológico de Sevilla, en el de Bellas Artes, en el Contemporáneo. Y luego, trabajé de vigilante en el Museo de Bellas Artes de Sevilla y en los Museos del Vaticano. Sí, a mí me ha pagado el Papa (risas) y fue una experiencia preciosa. Y mi siguiente trabajo en un museo fue de directora en el de Bellas Artes de Córdoba. He vivido en Sevilla, en Córdoba y en Roma. Tres ciudades con río. Y eso marca.

No sé por qué tienen algunas personas el empeño de que me vaya de Córdoba. Debe de ser que les estorbo muchísimo

Nunca entendí, cuando llegué a Córdoba, que la ciudad viviese de espaldas al río. Aunque en Roma pasa algo parecido... Pero ahora me encanta ver cómo disfrutamos del río, de la Ribera, del margen de la Calahorra, ver a la gente haciendo deporte, paseando... Creo que el plan Urban Ribera fue definitivo para la revitalización de esa zona; algo que era absolutamente necesario. Por allí también hay una Córdoba oculta entre las calles Cardenal González y Lucano y el río. Hay unas placitas y unas callejas por las que me encanta pasear.

P. Lo bueno de esta ciudad es que el casco histórico es tan grande que no solo te permite huir de las zonas turísticas sino descubrir lugares nuevos y perderse.

R. A mí me encanta pasear por la zona de San Lorenzo, la Magdalena, Santa Marina, San Agustín... Son zonas en las que parece que entras en el túnel del tiempo.

P. Y son barrios que todavía se pueden vivir.

R. Son zonas vividas por sus vecinos, es cierto. Solo viene gente de fuera cuando son los patios. Pero el resto del año pregúntale a los cordobeses cuándo van por ahí. Jamás. Y eso que quedan algunas tabernas fantásticas.

P. Nos hemos ido a los bares. Volvamos al museo. Te tocó vivir una época muy interesante, la segunda etapa de la Transición, la implantación del sistema autonómico y la cesión de las competencias. Mucho lío, ¿no?

R. ¡Uf! De entrada llegué a un museo que no tenía ni luz eléctrica ni agua. Partiendo de esa base, te puedes imaginar. El personal que tenía eran cinco vigilantes de los cuales cuatro eran guardias civiles que habían pasado a destino civil por la edad y que tenían una media de 70 años.

Algunos me reprochaban que la plaza no la hubiese obtenido alguien de Córdoba. Tonterías y polémicas absurdas, sí. Pero se daban

P. Y ademanes de guardia civil, supongo.

R. Eran cuatro personas fantásticas, pero sí que tenían ademanes de guardia civil. Entre otras cosas, solían dejar la pistola encima de la mesa de la portería en cuanto llegaban por la mañana, porque seguían teniendo licencia de armas. Y ya no había más personal: los cinco vigilantes y la directora. Además, teníamos una especie de colaborador con la Delegación del Ministerio de Cultura. Y un sexto vigilante, que era un poco más joven que los guardias civiles. Al año y pico, tres vigilantes se jubilaron, otro se murió y el colaborador se marchó. Así que nos quedamos de personal, el vigilante de Gibraltar y yo. Solo nosotros dos.

P. ¿Y las concidiones del edificio?

R. Yo llegué en marzo. Y ya en septiembre, el Museo se cerró por obras porque, como te digo, no había ni luz ni agua ni sistema de seguridad. Las ventanas no se habían abierto, literalmente, en los últimos 40 o 50 años. El olor era algo sobrecogedor que no olvidaré nunca. Así que acometimos la obra y como no teníamos apenas personal, los albañiles y yo (ahora sería impensable) movíamos todas las piezas en función de los trabajos de la obra. Era lo que el Ministerio me ofrecía, no podíamos hacer otra cosa. Movimos el museo entero varias veces; todas las colecciones de un sitio a otro. Y así estuvimos hasta que en enero de 1984 me mandaron a una limpiadora y a una administrativa.

P. ¿Y hasta entonces quién ejercía esas funciones?

R. La administración, yo. Y lo de limpiar... Como estábamos en obras, pues de los cascotes y los escombros ya nos encargábamos nosotros. Total, como no había luz... Los primeros años nadie puede imaginar el frío y la humedad que tenía aquel edificio metido dentro de sí. Me terminé comprando un camping gas de esos de placa, lo ponía en los pies y me quitaba los zapatos para pegar los pies. Lógicamente, no ganaba para calcetines porque se me quemaban siempre. Y un día puse la estufa encima de la mesa y me quemé el chaleco y la camisa. Pero es que tenía un frío tremendo. En cuanto me compré mi primer coche, cuando ya no podía más en aquellos inviernos, me metía dentro, me ponía la calefacción a toda potencia y me iba a dar vueltas por Córdoba para entrar en calor. Y como en el Museo tampoco tenía agua, pues tampoco podía asearme ni ir al servicio. Iba a la Posada del Potro o a la Taberna Plateros. Y así fuimos pasando los años hasta que en 1985, la Junta de Andalucía contrató una plantilla de personal en condiciones, contrató un vigilante, un restaurador y la cosa fue repuntando.

P. Da la impresión de que el Estado, antes de entregar las competencias a la Junta, os tenía bastante abandonados.

R. No era exactamente así. El Museo de Bellas Artes de Córdoba había sido un museo puntero durante muchas décadas gracias, sobre todo a la familia Romero de Torres. Por su padre, Rafael Romero Barros, y por su hijo Enrique Romero de Torres. El resto de la familia también trabajó, colaboró o ayudó de alguna manera en el museo. Julio hizo trabajos de restauración, Angelita lo enseñaba y ejercía de guía. Todos, de alguna manera, participaban de esta empresa familiar que era el Museo de Bellas Artes. Romero Barros fue quien lo puso en pie y en marcha. Y Enrique Romero de Torres fue el gran artífice de modernizar el museo y de meterlo en los circuitos de museos importantes en España. Y durante unos años fue un museo muy importante. Como ejemplo, te diré que en los años veinte fue de los poquísimos museos en instalar un sistema de detección y extinción de incendios. El problema es que esos extintores que puso Enrique Romero de Torres en las salas fueron los mismos que yo quité en 1981.

Enrique siguió ejerciendo como director honorario hasta 1956, en que murió. Y ahí es donde yo creo que empieza realmente el declive del museo. Rafael Romero de Torres, el hijo de Julio, ocupó el cargo. Pero era un personaje muy singular y se dedicó, sobre todo, al museo de su padre. Y dentro, claro, de su concepto de dedicación al trabajo, que era muy relativa. Así que el declive del Bellas Artes estaba claro, hasta terminar cerrando. Y no cambió hasta que a finales de los años setenta Ana María Vicent, que era la directora del Arqueológico, se presentase un día en el Ministerio de Cultura y exigiese cambios en el Bellas Artes. Consiguió un presupuesto mínimo y, al menos, se hizo una ligera limpieza de cara por parte de la Delegación de Cultura. Y el Museo se abrió de nuevo al público en la primavera de 1980.

Cuando llegué al Bellas Artes, las ventanas no se habían abierto, literalmente, en los últimos 40 o 50 años. El olor era algo sobrecogedor que no olvidaré nunca

La transferencia efectiva a la Junta se hizo en la primavera de 1984 pero en ese momento había mucho lío. Si ibas al Ministerio a pedir lo que fuese te decían que no porque las transferencias ya estaban ejecutadas en favor de la Junta; y cuando ibas a la Junta te decían que no, que no tenían competencias todavía. Recuerdo que un día me llamó el que fue el primer director general de Bellas Artes de la Junta de Andalucía para una reunión en Sevilla. Yo tenía que pedir un permiso a mis superiores, que eran del Ministerio de Cultura, y me lo prohibieron por telegrama. Consideraban que todavía éramos una institución del Ministerio y yo era funcionaria del Ministerio de Cultura. Así que pedí un día de asuntos propios y me presenté en Sevilla, telegrama en mano, en el despacho del director general de Bellas Artes de la Junta. Aquel hombre se quedó alucinado al leer el mensaje... En esa reunión empezaron a trazarse las primeras líneas de lo que iba a ser la política de museos autonómicos una vez que se completaran las transferencias. Y el verano siguiente, con el equipo que habíamos formado pusimos en pie los primeros presupuestos de funcionamiento de los museos andaluces. Hoy lo pienso y la verdad es que me da satisfacción. También he estado en la Comisión Andaluza de Museos en dos ocasiones y, jubilada ya, he vuelto como asesora.

P. En aquella época, ¿estaban los mejores políticos al frente de las áreas de Cultura de la Junta?

R. Los mejores...

P. Tal vez no es el término. ¿Estaban las personas indicadas?

R. Era un momento muy diferente al actual. Y políticos como los de aquellos primeros años ochenta tenían una talla muy fuerte, con una formación política y social importante, bien en frente o al lado del Régimen. Y a lo largo de los años ha habido en los diferentes niveles de la administración española, desde el estatal a las comunidades autónomas o locales, personas de una talla política y humana excepcional. Y he tenido la suerte de encontrarme a muchos. Y de muchos sigo siendo amiga, aunque de otros no quiera ver su nombre ni escrito en los papeles.

Si hace falta dinero para un museo o un hospital, no tengo dudas: el dinero es más necesario en un hospital que en un museo

Fueron momentos muy duros pero muy interesantes. Recuerdo que con todo ese lío, antes de tomar posesión de mi plaza de directora del museo se produjo un interín el día del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Recuerdo con horror que no sabíamos qué iba a pasar en España y que mi hermano estaba haciendo la mili en el Gobierno Militar de Cáceres. Pero también estaba aterrada porque yo siempre me acordaba de que, cuando terminó la guerra, hubo personas que perdieron sus expedientes académicos en los bombardeos. Y a aquellos no les quedó más remedio que jurar, literalmente, que eran titulados. Y yo llegué a conocer a esas personas, que eran todas mujeres y directoras de museos de Madrid. Mujeres a las que todo el mundo llamaba las juradas. Me aterraba que a mí me pudiese pasar lo mismo.

P. En la política siempre ha habido juegos de encaje a la hora de colocar cargos.

R. Sin lugar a dudas, hay cargos y momentos en los que priman los intereses internos de partido.

P. ¿Y la cultura es un comodín dentro de ese juego de sillones?

R. La cultura es un comodín para todo, no solo para la política.

P. ¿Para la administración también?

R. Yo creo que sí. Y lógicamente, en momentos malos como el que estamos viviendo, de lo primero que se recorta es de aquí. De la cultura. En parte lo entiendo, aunque yo viva de la cultura. Pero es que si hace falta dinero para un museo o un hospital, no tengo dudas: el dinero es más necesario en un hospital. Pero muchas veces esto se entiende mal porque la cultura no es solo los museos. La cultura tiene que estar en la base de la formación de las personas. Como dijo Pablo García Casado: “Córdoba es cultura o no será”. No tenemos industria pero tenemos un patrimonio que tenemos que rentabilizar para nosotros mismos, no solo para los turistas.

P. Desde la distancia que ahora tienes, ¿cómo ves el conjunto del panorama cultural en Córdoba? Los artistas, los creadores, los profesionales, los gestores de las administraciones, sus políticos...

R. Yo creo que andamos con pasos distintos. Todos estamos caminando pero vamos con los pasos cambiados en esos ámbitos que citas.

P. ¿Qué es lo que más echas de menos de tus días de directora del Museo de Bellas Artes?

R. Por supuesto, a los compañeros del Museo y de otras instituciones. Pero, independientemente de las personas, echo de menos dos cosas: manipular las piezas de las colecciones, trasladar una pintura, una escultura, un dibujo... Y echo muchísimo de menos los talleres infantiles. Cuando voy a algunos museos y lo veo, se me saltan las lágrimas.

P. Eso es plantar una semilla, sin duda. Ha habido generaciones enteras a las que ni se les llevaba ni se les enseñaba lo que se podía aprender en un museo.

R. Yo fui pionera en esas cosas. Tras las obras que te contaba antes, el Museo se abrió al público el 22 de diciembre de 1986 y todos los periodistas se tuvieron que ir corriendo porque había caído la Lotería de Navidad. Pero antes de la apertura, yo ya estaba haciendo talleres con niños en el museo. Tenía una amiga que era pintora y daba clases a niñas y hacíamos algunos talleres. Y los seguimos haciendo mucho tiempo. Incluso en el verano de 2012, el año en que me jubilé. Con los recortes, no tuvimos presupuesto para repetir los talleres y, como no quería perderlos, los impartí yo misma. Y de todo lo que he hecho, tal vez, el haber llevado esos talleres al hospital Materno-Infantil de Reina Sofía ha sido de las cosas más emocionantes en mis más de 30 años de trabajo. La actividad se llamaba Los niños del museo visitan a los niños del hospital. Ver a esos niños con esa ilusión, haciendo dibujos y manualidades; y algo mucho más impactante, ver a los padres y a los abuelos cómo te agradecían que hubiese llevado esa actividad era... (Fuensanta se emociona. Deja de hablar. Y aquí termina la entrevista).

Echo de menos dos cosas: manipular las piezas de las colecciones, trasladar una pintura, una escultura, un dibujo

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