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Como el niño que sueña; como el hombre que siente

Padre e hija en el Arcángel | TONI BLANCO

Rafael Ávalos

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El cordobesismo vive su día más especial, el del regreso a Primera en El Arcángel, y consigue creer por fin que todo es real

Todos sonríen a su alrededor. Unos bromean y otros simplemente observan cuanto ocurre aquí y allá. Dos jóvenes se abrazan junto a él. Parece que se hubieran visto en años. No es así. Poco a poco se llenan las gradas, que ganan en colorido. El murmullo inicial toma fuerza. Una fila más atrás, un señor conversa con su sobrino. Mientras, el pequeño no pierde un detalle. Presta atención incluso a aquellos que visten de manera diferente. Las camisetas son de un azul celeste muy similar al del cielo que engalana el lugar donde sólo existen los sueños. Y él, de pie ante la baranda del balcón que es la primera hilera de asientos de la zona alta de Fondo Norte, revisa cada gesto, cada palabra. Conoce a la perfección el terreno, pero esta tarde tiene un aspecto distinto. Resulta más hermoso, más vivo y, sobre todo, mucho más real.

Porque no es un sueño. Quizá los aficionados que se dan cita en torno al verde tapete creen aún que sí. Aunque no lo es. Tal vez su padre, quien con tanto mimo le enseña desde tiempo atrás qué significa sentir en blanco y verde, también lo piensa. Pero no lo es. Probablemente él, con apenas seis o siete años, con la inocencia de esa tierna edad, entiende que vive cualquier tipo de fantasía. Y no lo es. Esa categoría en que juegan sus ídolos existe y la tiene delante. Ahora, como el primero de los días en que pisó El Arcángel, los héroes son otros. Qué importan el Barcelona y el Real Madrid si tu equipo, el que aprendes a querer y defender firmemente, compite con ellos. El niño ríe, observa, pregunta y anima. La fiesta no comienza todavía, si bien él celebra desde el justo momento en que cruzó el torno de acceso. Salta Koki y eso le gusta. Nada en un mar de ilusión. La barca, verde de adelfa y blanca de plata, está anclada a orillas del río; los remos no son necesarios. Cuenta con energía suficiente para hacer del agua el escenario de su triunfo.

Agua necesita para olvidar el calor que aprieta a las siete de la tarde. Bebe rápido, pues los futbolistas saltan al campo. Suena el himno. Unas palabras nada más; las primeras, las que dan pie a que la voz cantante la tomen más de 15.000 gargantas. “Sobre mi corazón te llevo Córdoba”, grita. Todos están en pie. Él también, hace un buen rato. La melodía se torna celestial. La letra del Queco se escucha como nunca antes, o quizá como siempre. El sonido no deja de ser belleza cuando bello quiere sonar. Dos asientos más allá, mientras el pequeño salta lleno de alegría, alguien más maduro confiesa que ya cree, que lo siente y saborea. Pongamos que tiene treinta años. Y pongamos que en la retina, por un momento, detiene la imagen del gol de Uli Dávila en Las Palmas; o que la memoria le transporta a tiempos en que el apellido de Segunda era B. “Que sí, que estamos en Primera”, le cuenta a su compañero de grada. El amigo, con ojos acuosos, sólo puede asentir con la cabeza.

La cabeza no la pierde la afición, que se hace sabedora de su responsabilidad. El rival es de máxima categoría. No va a ser sencillo, pero sólo más difícil si no se lucha. Los brazos nunca se bajan. “Jamás, jamás, te dejará esta hinchada; en las buenas y en las malas, nunca deja de animar”, cantan en los sectores de animación del templo en que la oración es el gol. Ése llega. Lo firma Fede Cartabia. El cordobesismo lo celebra como si no lo hubiera hecho antes. El grito, los saltos y las risas son las mismas de siempre, aunque también diferentes. La sensación cambia. Es el primer tanto en la elite después de más de cuatro décadas de espera. La que algunos no pudieron terminar; la que otros soportaron por ellos y por los que no lo consiguieron. El pequeño abraza a su padre. Quizá no saben que a cada nueva cita su vínculo es mayor, más especial. Distinto. Como lo es salir de El Arcángel tras empatar con un equipo que mira a Europa. Y con el cariño de una afición, la que viene de Vigo, que da la amable bienvenida a quien todavía se rasca los ojos. No es un sueño, es real. Por mucho que todos lo vivan como el niño que fantasea.

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