Salomé: de deseos, poder y emancipación
No sé si Magüi Mira ha leído en algún momento el imprescindible Contar es escuchar de Ursula K. Le Guin. Creo adivinar en sus procesos creativos algunas de las claves que da la escritora de ciencia ficción, como por ejemplo la importancia que para ella tiene que las palabras encuentren cuerpo y empiecen a contar una historia. “La encarnación es la clave”, dice Le Guin.
Encontrar una conexión interior con el personaje, tenerlo, “la interioridad encarnada de una persona”, esa es la llave para que los proyectos de historias se conviertan en historias. Creo que eso es algo que hace, no sé si consciente o inconscientemente, la directora de montajes como Consentimiento o Kathie y el hipopótamo cuando asume el reto de llevar al escenario relatos que, con independencia del tiempo en el que se desarrollen, nos hablan de nosotros mismos, del aquí y del ahora. Incluso me atrevería a decir que hay una línea consistente en buena parte de su trabajo como urdidora de montajes que es la que, desde hace años, va tejiendo un recorrido por los cuerpos, los deseos y el poder (y la ausencia de él) de las mujeres. Ahí están para demostrarlo su mirada sobre Las amazonas o sobre Penélope para confirmar que para ella, como para Ursula K. Le Guin, las palabras son su forma de ser, mujer, ella misma.
A ese ovillo que Mira va desenredando sobre las tablas pertenece también la Salomé que en la noche del sábado llegó al Gran Teatro, meses después de su exitoso estreno en Mérida y ahora con el reto de adaptar a espacios más pequeños lo que en el verano era un espectáculo total. Con una apuesta arriesgada, como es habitual en ella, la actriz y directora le da una vuelta a la historia de una mujer que, como tantas, no tuvo inicialmente nombre y que todos reconocemos como un ejemplo de ese estereotipo de las “mujeres fatales”, el cual, como buena obra del patriarcado, no es sino el resultado de la mirada dominante del varón sobre las mujeres.
En este montaje, sin embargo, se nos plantea la rebelión de un ser sin nombre que busca desesperada emanciparse, romper cadenas, liberarse de las normas que los hombres han dictado para ella. De ahí que su fusión con Juan el Bautista no sea solo sexual, que también, sino que haya en sus miradas compartidas el anhelo de un tiempo nuevo. La revolución de los parias, la vindicación de las veladas, la utopía de una tierra sin machos violentos en los tronos. Aunque Salomé solo tenga en sus manos el poder de su cuerpo, eso que en términos contemporáneos llamaríamos capital erótico, y que en esta propuesta vemos como ella lo usa como arma y no como látigo de sometimiento.
Hay pues en esta obra, como siempre sucede en las que lleva el timón la eterna. Molly Bloom, una lectura política que enlaza con buena parte de lo que hoy seguimos debatiendo. El dominio masculino sobre el cuerpo de las mujeres, la frágil capacidad del consentimiento para separar sexo de violencia, la imposibilidad de reducir a una norma la zona turbia e indecisa donde habitan nuestros deseos. También, claro, los de las mujeres, todavía en lucha por liberarse del corsé que las condena a ser seres virtuosos, como si para ellas no existiera el precipicio del placer y el peligro. En este sentido, el personaje de Herodías, interpretado por una Luisa Martín que nos demuestra que atesora más talento que el que nos dejan entrever sus personajes televisivos, es en sí misma una vindicación de la autonomía sexual y de los deseos de las mujeres, incluido su derecho a equivocarse y sobre todo su derecho a autodeterminarse. No es casualidad pues que las carcajadas de Herodías en la boca de Martín sean toda una provocación, de esas que hacen una grieta en el muro de la casa.
Como en todos los montajes de Mira, la puesta en escena, en la que lo estético tiene siempre una dimensión ética, tiene mucho de coreografía, de danza que nos interpela, de cuerpos de los actores y de las actrices que nos murmuran al oído. Así lo hacen en este caso los hombres de la guardia real, que lo mismo son machotes ridículos que danzarines femeninos, como todo el esqueleto de una Belén Rueda que nos demuestra cómo atesora la capacidad de seducir y de emocionar, y que alcanza sus mejores momentos en la obra cuando se deja llevar por el desgarro y la vemos alcanzar el estatus de heroína que se resiste a ser víctima. La cuidada iluminación y muy especialmente el maravilloso vestuario diseñado por Helena Sanchís, que tanto nos cuenta de los personajes que lo llevan, hacen que Salomé, también en el entorno más íntimo de un teatro, siga siendo un espectáculo deslumbrante y en el que tal vez solo chirríen las canciones que canta maravillosamente un Pablo Puyol que hace un Juan pegado a la tierra que se rebela.
En todo caso, para el que esto escribe lo mejor de esta Salomé es ese milagro que Magüi Mira se saca de la chistera y que, entre otras muchas cosas, representa la esperanza de un tiempo nuevo, la luz de la utopía, el horizonte de un mundo en el que al fin nos hayamos emancipado de los que nos pisotean con sus botas omnipotentes. Esos descendientes de Herodes que, hoy por hoy, continúan empeñados en demostrar que no todas las vidas merecen ser lloradas. Sirio, que encarna con el cuerpo de un dios y con la dulzura de un ángel Sergio Mur, no es solo la voz que nos guía, la conciencia de quienes no tienen voz o el espejo en el que se reproducen las heridas de Salomé. Sirio es ese ser andrógino, sin género, que bien podría vivir en el cielo como saltar desde cualquier cajón para encender, como si fuera una luciérnaga, las oscuras habitaciones en las que con frecuencia andamos perdidos. Sus enaguas transparentes son el lienzo en el que podemos imaginar cuerpos que se aman libres y deseos que se reconocen y se cuidan. La gran revolución por hacer. La que nos debería llevar a un tiempo nuevo. A mujeres y a hombres. Ellas al fin con nombre y nosotros, ojalá, sin un Herodes al que querer parecernos y sin guardia real en la que sentirnos parte de la fratría.
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