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CRÓNICA
Pacífico futuro

Obra de teatro 'La guerra de nuestro antepasados '

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Palabra, cuerpo, voz. Eso es el teatro. Tres elementos bastan para que una historia, desde el escenario, nos hable de nosotros mismos. Si ese triángulo baila y remonta el vuelo, no hacen falta más artificios. La verdad salta a las butacas y nos aprieta el corazón como si quisiera extraer de él lo mejor desconocido. Cuando ese milagro se produce, el espectador sale a la calle con la sensación de haber vivido una especie de ritual laico, una suerte de epifanía, de esas que hacen que respiremos mejor, como cuando nuestras madres nos ponían sobre el pecho vicksvaporub. Así fue como el viernes salimos del Gran Teatro tras haber sido testigos de la historia de Pacífico.

La espléndida adaptación de uno de los libros más hondos y complejos de Delibes, La guerra de nuestros antepasados, hecha por Eduardo Galán, tiene la gran virtud de que en ningún momento arrastra el peso de lo que originariamente no era una obra teatral, sino que por el contrario fluye, siendo fiel al autor, como si hubiera nacido para la escena. Con la ayuda casi imperceptible de unas luces que en algún momento hacen sombras que hablan, y de una escenografía que es una modesta arquitectura de la que los dos protagonistas se sirven para que sus emociones se muevan, el director Claudio Tolcachir consigue que en apenas hora y media hagamos un viaje por la historia de este país, por el corazón de los hombres y hasta por una ansiada utopía. La de la bondad y la compasión.

La historia de Pacífico, que es un hombre zurdo, raro, medio niño, nos permite entender esa larga genealogía de la virilidad que siempre nos hizo a la varones máquinas para la guerra. Las historias del bisabuelo, del abuelo y del padre, que no son sino las historias de sus guerras, y en definitiva también la de España, nos colocan ante el espejo de cómo el viejo y resistente orden patriarcal hizo a cada hombre prisionero de la guerra que debía ganar. De ahí que siempre jugáramos a ser soldados, a rescatar princesas, a competir. Obligados a demostrar que teníamos algo entre las piernas: el centro desde el que habitamos la fantasía de dominar el mundo. Todo ello mientras que las mujeres nos abrigaban con mantas y edredones en las noches de sudor frío, o se suicidaban porque les era imposible soportar un mundo que no estaba hecho a su medida, o al fin, como la Candi, se rebelaban de la mano de un sueño de amor libre y cuerpos desnudos. La Candi tenía estudios y quería y cambiar el mundo. En ese mundo de machotes, el niño Pacífico fue siempre un mariconazo, un blandengue, una nenaza. Deberían haberle diagnosticado un cuadro de hipersensibilidad. Es decir, era el más humano de su pueblo. El que mantenía vínculos de afecto con los árboles, con las abejas, con las gallinas. Aprendiz de un tío Paco al que quizás hoy calificaríamos de ecofeminista.

El diálogo que el psiquiatra de la prisión mantiene con Pacífico, y que nos lleva finalmente al siempre quebradizo sentido de la justicia y la verdad, nos va descubriendo el alma de un hombre que sabía mirar. Esa capacidad que justo hoy parece que hubiéramos perdido, justamente cuando no dejamos de posar nuestros ojos en las pantallas. Hemos desaprendido cómo se mira el humo de los tejados. Y hemos constatado que, como ya anunciaba el chaval que se vio obligado a fusilar a un perro, no hemos encontrado remedio para la competición que nos define. Se puede estar loco sin saberlo, se dice en la obra. Siempre se está loco sin saberlo. El dilema en este caso es demostrar que el hombre que no quería perjudicar a nadie era el más cuerdo de todos.

Todas las emociones que atraviesan la vida de Pacífico nos llegan, además, a través del lenguaje que Delibes hizo suyo con la maestría de mantener su verdad, su esencia del mundo rural castellano. En este sentido, la obra es también una gozada por el verbo y por la música que desprende, por el fondo pero también por las palabras que nos hablan de memoria y de tierra. Que la enorme complejidad de esta propuesta se nos muestre con la levedad de quien solo arrastra una capa de verdad se debe muy especialmente a la prodigiosa interpretación de Carmelo Gómez, al que Miguel

Hermoso da pie con un sobrio y ajustado contrapunto. El actor, que hace tiempo fue olvidado por el cine y está haciendo del teatro su lugar de reconocimiento, nos zarandea con toda la gama posible de emociones, nos lleva y nos trae desde su pasado hasta el presente, nos hace ver paisajes y personajes, animales y sentimientos. Y no solo su voz, que da vida multiplicada a las palabras de Delibes, sino todo su cuerpo se convierte en un lienzo donde podemos leer la vida. Nunca los aplausos en el Gran Teatro sonaron son auténticos. El Pacífico de Gómez es una de esas interpretaciones que uno atesora en su memoria. Quizás con la ilusión de ser parte de una genealogía distinta de hombres, de chavales que no escuchen historias de guerras ni tenga que esperar la suya. Niños raros, afeminados, blandengues. Como el que un día, allá por los 80, recibió como regalo de un vecino que era maestro, un ejemplar editado por Alianza de La guerra de nuestros antepasados. Un volumen del que ayer mi padre me envió una fotografía para que recordara que Benjamín, mi vecino, el maestro, y mi padre, otro tal, eran hombres que, al fin, no tuvieron una guerra que contar a sus hijos. Hombres que en vez de jugar a soldados me enseñaron a leer.

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