Medina Sonora dibuja una noche de blues del Guadalquivir
El hilo invisible que une el cartel de Medina Sonora esta noche de viernes en la Plaza de la Corredera es el Guadalquivir. Es el río cuyo delta inspira, en gran parte, los bluses de un cataluz como Kiko Veneno y de unos jienenses del Mississipi como Guadalupe Plata, y la bandera en la que se envuelve la cordobesa María José Llergo, punta de lanza, sin ella quererlo, de un flamenco al que llaman nuevo y no lo es.
Tres posibles cabezas de cartel en sí mismos para una noche de música que huele a olivo, que suena fresca, pero que lleva 300 o 400 años amasándose, imperfecta, bella, libre. Como el cocodrilo del pantano al que invocan cada vez que tocan Guadalupe Plata, una banda que suena como no suena ninguna, capaz de dibujar en el ambiente un lienzo en el que entra un viejo esclavo, con las manos ajadas, que abre la boca y canta una saeta.
Ellos han sido los primeros en tocar, cuando el viernes laboral dejaba paso al viernes festivo. Lo han hecho, además, apañándoselas para que no se note que acaban de perder a uno de los miembros titulares de la banda, convertida en un potente trío. La segunda en hacerlo ha sido la última en llegar a este mundo. María José Llergo -Pozoblanco, 1994-, acompañada en este caso de una banda con la que darle empaque a las canciones que han de ver la luz a comienzos de 2020, y que ya se han dejado escuchar entre la plaza en la que, siendo joven, correteó alguna vez.
Tras un problema de sonido antes de empezar, que ha retrasado su concierto, Llergo ha empezado a cantar empapada de la sutileza con la que vistió hace apenas dos semanas su actuación en la Iglesia de la Magdalena, antes de dar paso, a mitad del recital, a una propuesta más expansiva que es una versión mucho más potente de unas canciones que suenan a viejo pero desde postulados estrictamente contemporáneos y casi vanguardistas: descargas de graves digitales, ecos, delays, efectos de sonido... Un envoltorio sobre el que surfea Llergo, hija de su tiempo, pero con una voz que encierra 200 años de fatigas. Lástima el sonido y la cháchara habitual del público cuando la fiesta es gratis.
Porque el ambiente era festivo, y quien mejor recogió ese espíritu fue el maestro Kiko Veneno. 67 años en cada pata, un puñado de grandes músicos y un repertorio del que es difícil escapar sin una sonrisa. En frente, miles de almas. A los lados, un sonido que no brillaba, pero que no ocultaba la brillantez y solidez de la propuesta.
Sobre el escenario, una leyenda que bien merece estos quereres. Suya fue la noche cuando, a falta de diez minutos para que acabara el concierto, entonó Echo de menos, coreado de viva voz por todo aquel que se ha dejado caer por esta noche “flamenca” orquestada para Medina Sonora. Mañana, más.
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