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REPORTAJE
El marmolista que se convirtió en el primer Premio Nacional de Cante Flamenco

Fosforito en una de actuaciones del Concurso de 1956

Juan Velasco

15 de noviembre de 2025 21:38 h

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En mayo de 1956, la ciudad de Córdoba, entonces aún levantándose de los rigores de la posguerra pero inmersa en los aires de cambio cultural que supuso la eclosión del Grupo Cántico y de los primeros pasos del Grupo Espacio (precursor de Equipo 57), apostó por darse un aire de trascendencia. Por primera vez en su historia, acogía un certamen que aspiraba a marcar un antes y un después en la historia del flamenco: el I Concurso Nacional de Cante Jondo.

El Ayuntamiento, junto a figuras como Ricardo Molina y Anselmo González Climent, había impulsado un proyecto que buscaba algo más que premiar voces: pretendía rectificar un rumbo estético que, a su juicio, se había ido torciendo. El concurso, inspirado en el histórico certamen granadino de 1922, aspiraba a depurar el arte jondo, a rescatarlo de lo que los organizadores consideraban los excesos del operismo flamenco que dominaba los teatros. Era un gesto cultural y político, una reivindicación de lo primitivo, lo sobrio y lo hondo frente a la dulzura comercial asociada a figuras como Pepe Marchena.

Lo que nadie imaginaba era que aquel escenario iba a ver nacer a una nueva primera figura del flamenco. Un joven de 23 años que se había inscrito en el certamen advirtiendo de que su profesión era la de marmolista. Un chico delgado, de pelo negro azabache tupuido y, en aquel entonces, convaleciente de una enfermedad y recién salido del servicio militar. Un tipo que, sin muchas pretensiones, estaba a punto de cambiar la historia del cante.

Ese muchacho se llamaba Antonio Fernández Díaz. Pronto, todos lo conocerían como Fosforito.

Fosforito, cuando ganó el Nacional, en el centro de una imagen en la que aparecen: De pie, Vargas Araceli Hijo, El Seco de Puente Genil, González Climent, Francisco Salinas, Muñoz Molleda, Ricardo Molina, Manolo Santos, José Salazar, Niño Ricardo y Vargas Araceli;  en cuclillas El Moreno de Paymogo, Gaspar de Utrera, Julián de Córdoba, El Niño de Vélez y El Cuchara.

Cantaores no profesionales

La imagen de Antonio presentándose al concurso, con su oficio de marmolista declarado por escrito, es casi un símbolo de su origen humilde. Procedía de Puente Genil, de la Casa Grande, donde cuarenta familias compartían espacio, de noches en carros abandonados y amaneceres en tabernas para ganarse unas pesetas cantando. Era hijo de un encalador apodado “Fosforito”, y sobrino del célebre Niño del Genil.

Tras una larga enfermedad de estómago, que lo obligó a apartarse del cante durante más de tres años —condición indispensable para poder participar, pues el concurso excluía a profesionales—, Antonio había llegado a Córdoba cargado de determinación. Según contaba el guitarrista Pepe Morales, se había preparado durante meses escuchando obsesivamente la Antología del Cante Flamenco de Hispavox en tabernas como El cante escuchao, donde los parroquianos lo tenían por el más aplicado.

Todo esto lo cuenta Agustín Gómez en su libro, Los concursos de Córdoba, en el que escribe que la voz de Fosforito era “amarga como el vino de la tierra”. Es decir, nada que ver con la suavidad burguesa que llenaba teatros y radios. En su garganta convivían la sombra de la miseria infantil y la tradición de un linaje cantaor que él llevaba casi sin saberlo.

Unos meses antes del concurso que lo encumbró, a su pueblo había llegado un etnomusicólogo bengalí llamado Deben Bhattacharya (1921, Varanasi, India – 2001, París). Era un viajero un tanto especial, ya que solía moverse por el mundo con un magnetófono de bobina semiportátil y con el marchamo de la Unesco, una organización para la que, en toda su trayectoria, llegó a grabar decenas de discos de lo que hoy se etiqueta como world music (músicas del mundo).

Cuando llegó a Puente Genil, atraído por la idea romántica del flamenco, se convirtió, sin saberlo, en la primera persona en registrar los primeros cantes jondos de una de las voces más importantes de la historia del arte jondo: Fosforito. Y debió ver algo en él, pues aunque aquellos días grabó a varios cantaores más, fueron las pistas que registró con aquel chaval, las que, con posteriordad, más acabó colocando en los distintos recopilatorios sobre cante gitano que publicó a lo largo de su carrera.

El maestro aún recordaba, en una charla con este periódico hace solo unos meses, aquellas sesiones de grabación con un muchacho hindú que tenía un magnetófono muy grande. Aunque algunos detalles se había perdido por el camino de su prodigiosa memoria, sí acertaba a decir que ya entonces, en aquella primavera del año 1956, estaba preparándose para el concurso de Córdoba, cuyas bases se habían aprobado en febrero de ese mismo año.

Un joven Fosforito.

Fernanda de Utrera, Niño de la Mezquita o Curro Mairena

Lo cierto es que la exigencia de aquel primer concurso nacional era tremenda: dieciséis cantes profundos, enrarecidos, complejos, que apenas unos pocos en España dominaban con solvencia. Más de cien aspirantes se inscribieron, procedentes no solo de las provincias andaluzas, sino también de Castilla, Extremadura o Cataluña. Los organizadores buscaban autenticidad, hondura, carácter.

En este contexto, aquel joven marmolista fue uno de los únicos dos concursantes que se inscribió en las cuatro secciones completas y realizó los dieciséis cantes exigidos. Aquel gesto, casi temerario para un debutante, era ya una carta de presentación. Su principal competidor directo en esta proeza era Antonio Garrido Moreno, Niño de la Mezquita, un cantaor habilidoso y de sólida formación auditiva. La prensa y el jurado subrayaron que la lucha entre ambos por el repertorio completo fue feroz. Representaban dos mundos distintos que chocaron abiertamente sobre el escenario cordobés.

El flamencólogo Anselmo González Climent, miembro del jurado, señaló con claridad la diferencia esencial: Niño de la Mezquita, afirmó, encarnaba la “actitud discográfica”, una tendencia imitativa, pulcra, pero mecánica. Fosforito, en cambio, traía un “yo” intenso, expresivo, una verdad quebrada que se alejaba del molde y, quizá por eso mismo, iluminaba el porvenir del cante. Esa identidad de la que hablaba el musicólogo Faustino Núñez al hablar sobre él tras su muerte, este jueves.

En torno a ellos competían también nombres que, con los años, serían fundamentales: Fernanda Jiménez Peña, la futura Fernanda de Utrera; José Beltrán Ortega, que acabaría siendo Niño de Vélez; Francisco Cruz García, luego Curro Mairena. Muchos juraron no ser profesionales para poder concursar, amparados por las irregularidades propias de una época donde el hambre y el arte se mezclaban sin fronteras. El jurado, por su parte, reunía a figuras de la estética, la música y el propio cante: Ricardo Molina, José Muñoz Molleda, Aurelio Sellés, González Climent y Francisco Salinas. Sellés, veterano cantaor, recordaría años más tarde que su voto lo tuvo claro desde el principio.

La España fosforizada

Cuando las deliberaciones concluyeron, el veredicto fue unánime: Fosforito merecía el Premio de Honor. No solo eso: obtuvo también el primer premio de todas las secciones en las que había competido. Y, de manera especial, conquistó la Cuarta Sección —Tonás, Livianas, Debla, Temporeras—, quizá la más dura del certamen.

En total, Fosforito se hizo con 26.000 pesetas (unos 10.000 euros de hoy) por ganar la totalidad del concurso. Aunque el verdadero premio llegó después, cuando la prensa nacional se volcó en elogios. El diario El Español tituló que un cantaor “con una voz que domina todos los estilos” se había convertido en el primer premio nacional de flamenco.

Su triunfo, para los entendidos, supuso el inicio de una estética flamenca nueva: sobria, estoica, clásica. Una estética que, en realidad, era profundamente cordobesa. Fosforito se convirtió, sin quererlo, en un símbolo cultural de la España de posguerra, una figura que contenía la dureza del campo y la templanza del estudio.

Y se echó al monte. Tras el concurso, se unió al espectáculo Festival de Cante Grande y recorrió España. Poco después, se instaló en Madrid, hizo televisión con Jesús Álvarez y debutó en el recién inaugurado Corral de la Morería, donde permaneció hasta 1958 antes de emprender una gira por Oriente Medio. Su voz, “dura, agrietada, tostada por los inviernos de aceitunas heladas”, como se decía entonces, tardó en ser comprendida por el gran público, pero acabó conquistándolo.

Ricardo Molina escribiría con ironía y devoción: “España está hoy fosforizada”. Y probablemente tenía razón. El triunfo de aquel cantaor no solo lanzaba a un artista imprescindible; también consolidaba los concursos trienales como un laboratorio de flamencología y un espacio de renovación estética. Un concurso que, curiosamente, está celebrando estos días su edición número 24, teñida de luto tras la muerte del primer ganador: un marmolista de Puente Genil con un quejío que era hambre y sangre a la vez.

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