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María José Llergo: la belleza y el dolor

Concierto de María José Llergo

Marta Jiménez

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El doctor e intelectual Carlos Castilla del Pino dejó escrito sobre la cantante clásica Victoria de los Ángeles que “no nos hizo solamente oír lo bello; en muchas ocasiones lo creó”. Una máxima que viaja a través del tiempo, y de la diversidad que aúna lo culto y lo popular, hasta el concierto con el que María José Llergo inició su nueva gira internacional. Una velada en el Gran Teatro presidida por la Ultrabelleza de las nuevas canciones de la artista.

Unos temas que vuelven a tener alas y raíces.

Este viaje por lo bello y lo bueno recorre un universo radicalmente contrario al odio que late en las calles. Lástima que media ciudad se quedase sin entrada y no se haya tenido el arrojo de programar durante más noches este espacio de sanación.

El viaje toca la luna en un momento concreto del concierto: cuando plantada en mitad del patio de butacas y lanzando besos a los suyos, la Llergo sabe parar el mundo a piano y voz con Ay, pena penita pena, copla popularizada por una artista tan de raza como ella, Lola Flores.

En una interpretación generosa de emoción y autenticidad, la cantaora logra meter en un cofre ese anhelo de ser la reina de la luz, del viento y de la dehesa. El triunfo de dominar la vida propia con libertad, arte y compromiso.

Antes de llegar a semejante momento, el público ya se ha dado cuenta que las raíces de la cantante de los Pedroches siguen siendo los surcos de la tierra abriéndose paso por su voz: los quejíos y trinos flamencos tan bien trabajados, estudiados y enriquecidos.

También, que las alas de las nuevas canciones están en su afán por experimentar y mantener su lugar entre las grandes voces del flamenco moderno. Hay electrónica, samplers, hip-hop y rave en un repertorio diverso en donde puede cambiar la dirección del viento en mitad de una canción. Y un primer estallido al quitarse la capa roja de heroína y mostrar su Superpoder.

En una intensa confesión de vida a ritmo electrónico, su voz flamenca narra: “Aprendí a llorar cantando/Aprendí a cantar llorando/Juntas estamos cambiando/ Lo feo de este mundo malo”, para terminar agradeciendo a sus padres y al “Hospital Reina Sofía” el haber llegado hasta aquí. Hay una invitación a que cada espectador “conecte” con sus superpoder y con la ultrabelleza, dicho con esa voz risueña de mujer que cuando es sencilla y frágil es poderosa.

Un hecho que muestra muy bien otro vértice del concierto, Lucha, un grito feminista con ritmos árabes donde expresa, “Corre como una niña/Gana como una/Pelea como una chica/ Lucha, lucha lucha”, mientras los excesivos focos deslumbran a un público ya deslumbrado con lo que escucha. Menos siempre será más en un concierto de la Llergo.

Julio Martín la acompaña en los teclados y sintetizadores y Carlos Sosa en la percusión en un repertorio que sigue las huellas marcadas por Ale Acosta, de Fuel Fandango.

La noche sabe a jamón de bellota cortado a cuchillo y desde la platea se lanzan ripios a la cantante como, “la que has liao, taruga”. Ella lo recoge entre carcajadas y con fraseos del bolero Sabor a mí en su canción,Tanto tiempo. Otra voltereta más.

Aquella niña que un día tiró una moneda a la fuente del Patio de los Naranjos para que sus sueños se cumplieran, hoy canta en el teatro donde vio a algunos de sus mitos, “Mientras el mundo entero está mirando/Estoy rompiéndome en el escenario” (Lo que siento); o “Desde el día en que nací/Ando matando a la muerte” (Visión y reflejo).

Castilla del Pino confesó una vez en la radio que en el momento de su muerte deseaba escuchar la voz de Victoria de los Ángeles. Se desconoce si lo logró, pero a buen seguro que en su cabeza resonó tal autocuidado paliativo. Alivia saber que en los archivos de nuestra memoria ya brilla la voz de la Llergo. Para cuando se pare el reloj o, mucho mejor, como aliento bello para seguir contando los minutos.

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