‘Dirty Dancing’, cada momento es magia
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Vuela. Surca el tiempo más que el viento. Avanza con violenta rapidez. Tanta que en ocasiones parece imperceptible en el cielo de la existencia. Es ese instante. No aquél o ese otro, sino uno cualquiera. La vida es una sucesión, y a la vez un cúmulo, de ellos. Del tierno al duro, del feliz al triste y viceversa, del simple al complejo… Bailan las emociones al ritmo que marca un reloj siempre cruel. Porque la vida no es más que una danza a contrarreloj. Sobre la pista, cada segundo importa. Y muchos son, gracias a la memoria, imperecederos. Cada momento es magia. De una u otra forma es una especie de embrujo. Si el amor vence, si las barreras caen, si la frontera es sólo una idea abstracta destruida entonces el hechizo es mucho mayor. Es como si llegara el momento de disfrutar, al fin, de un merecido Dirty Dancing. Como el título del musical y como lo que el propio espectáculo muestra. Un baile sucio que no es más que la más pulcra visión del transcurso de los días. Que nada escape de los sentidos.
El desenlace todos lo conocen. Excepto quien no conozca todavía esa película, la que es origen de esta obra, que treinta años después mantiene intacta su capacidad de atracción. Perdura el recuerdo del tristemente desaparecido Patrick Swayze, cuyo lugar ocupa sobre las tablas un acertado Christian Sánchez, y de Jennifer Grey, a la que suple en el musical español una luminosa Eva Conde. Continúa presente aquel baile eterno en una producción de gran envergadura que estos días hace escala en Córdoba. El Gran Teatro es escenario, desde este miércoles, de una nueva parada de Dirty Dancing, que continúa con su amplia gira por toda España. Y en ese espacio el salto hacia la felicidad es cierto una vez más con las canciones que cualquiera puede tararear. Sobre todo la que da alas a Johnny Castle y Frances Baby Houseman para completar la actuación final, la que nadie olvida cuando la ve.
De repente, el principal espacio escénico de la ciudad se convierte en un idílico paraje estadounidense. De repente, las horas difíciles de 2017 dan paso a otras no menos complicadas, pero quizá más hermosas, de aquel 1963 en que Martin tuviera un sueño de libertad. De repente, la realidad es otra. La diferencia entre extractos sociales es tan grande que casi parece mayor que en la actualidad. El desencuentro generacional tiene aspecto más grave y posiblemente sea el mismo que pueda existir hoy día. Pero nada compone un muro elevado hasta el punto de ser infranqueable. Siempre queda una grieta, un boquete, por el que salir para continuar adelante. Jamás muere, por mucho que algunos lo pretendan, la esperanza. Y cuando las convicciones no pierden la más mínima fuerza, incluso en situaciones que todo lo anegan, la felicidad triunfa.
Precisamente ése es el mensaje principal de Dirty Dancing, un musical que quizá cuenta con menos voz en directo de la que uno pudiera esperar pero con una enorme carga de vitalidad. La vida explota durante las algo más de dos horas -con descanso de por medio- que tiene de duración el espectáculo. Estalla con virulencia a través del humor, de los sentimientos y, sobre todo, de los sueños que todos sueñan soñar. Esos que en ocasiones son cumplidos y que en otras, probablemente las más, resultan imposibles de hacerse realidad. Las emociones reinan desde el primer segundo hasta el último del bis. Sucede gracias a una escenografía admirable, con proyecciones que dibujan estampas que realmente no son tales, un libreto ágil, un repertorio atractivo y, por encima de todo, un elenco compuesto a la perfección.
Sin duda, las miradas se dirigen a Christian Sánchez y Eva Conde, que protagonizan la obra con absoluta solvencia. Más que eso, por momentos consiguen brillantez. Pero es necesario atender a todo el reparto, y escuchar muy bien a Flavio Gismondi, Juls Sosa y Pedro Ekong. Ellos son los encargados, no los únicos, de poner música en vivo al espectáculo que en algunas escenas logra sencillamente romper los esquemas del espectador por la vía del humor. Así ocurre, por ejemplo, con las intervenciones de Lilian Cavale, en el papel de Lisa Houseman -hermana de Baby-. Y acompaña una reducida pero gran orquesta. La conjunción funciona, y buena muestra de ello da el cierre de la primera función en Córdoba: el público, que llena el Gran Teatro, acaba en pie y entre aplausos acompasados. La fiesta es total. Cuando suena (I’ve Had) The Time of My Life y también después. Los espectadores saben ya que, con la letra del tema principal, cada momento es magia.
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