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Gala final concurso de flamenco

Juan Velasco

27 de noviembre de 2025 20:44 h

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El sábado pasado se celebraba Santa Cecilia. Y la gala final del Concurso Nacional de Arte Flamenco (CNAF) de Córdoba. Y a alguien se le ocurrió honrar la fecha sembrando cizaña: la noche anterior, un teletipo de agencia difundía la denuncia de un organismo inexistente que hablaba de tratos de favor en el “concurso de concursos”. No solo era un ente fakesin rastro en internet ni en el BOE, con un logo hecho por ChatGPT—, sino que además inventaba un “Segundo Premio” que el Nacional no contempla.

Pero, como suele ocurrir con las noticias falsas, corrió más que la realidad. El sábado recibimos más mensajes sobre el Concurso Nacional de Arte Flamenco que en las tres semanas de cobertura. Y eso que nosotros no habíamos publicado el bulo -aunque hubo quien rápidamente nos acusó de ello-. Con las horas, algunos de los medios que sí lo hicieron, lo acabaron retirando. Pero es probable que el daño ya estuviera hecho para algunos, varios, o todos los ganadores del Nacional, además de para quienes lo organizan (y aquí no hay subcontrata, es un concurso hecho desde lo público).

Organizar un concurso como el Nacional hoy en día es un marrón tremendo. Muchos artistas viven de los followers y los likes por encima del aplauso (o las críticas) de un jurado profesional. Un jurado que, además, se busca que sea profesional y cuente con figuras consolidadas precisamente para animar la participación: quizá no te den el premio, pero consigas una audición. 

Lo cierto es que el mundo del flamenco es muy pequeño pese al rimbombante título de Patrimonio Mundial de la Humanidad que ostenta. Al final, es una microescena en la que una buena parte de los que la forman se conocen. En Córdoba, es difícil sentar a seis flamencos en una mesa sin que cinco hayan coincidido antes en un escenario. Trasladen eso a un jurado y medio centenar de concursantes y díganme cómo se puede seguir adelante sin levantar sospechas.

Con todo, este Nacional ha sido histórico: por fin se abrió la categoría de instrumentistas —una deuda de décadas—, hubo dos unanimidades (para esa categoría y para la siempre compleja guitarra), mientras los premios de cante y baile se disputaron sin quedar desiertos. Y de ahí, paradójicamente, surgió la denuncia falsa, lanzada con mala baba y amplificada por voces que escriben en periódicos, pero no ejercen el periodismo en sus redes.

Yo me freno aquí. Porque, diga lo que diga, no puedo igualar lo que ha dicho Chemi López, del sello La Droguería, sobre el tema de los concursos. Léanlo. Es lo mejor que he visto sobre el tema.

No te sobrexpliques

Hace unas semanas, un fragmento de una charla (una turra, más bien) que di en la Fundación Cajasol a finales de octubre se viralizó en Instagram. En él hablaba de la muerte de la crítica cultural (convengamos que no es un tema apasionante como para que 250.000 personas hayan visto mi careto), pero, ¡ay loquito de mí!, mencionaba a Carlos Boyero y a Rosalía. Instagram hizo su magia, claro.

La cosa es que Filmin ha metido en su catálogo estos días Room 237, el loquísimo documental que analiza desde distintas perspectivas la película El resplandor de Stanley Kubrick. Y, al verlo estos días por segunda vez, no he podido evitar pensar en el sobreanálisis que ha habido y que todavía hay en torno al disco de la artista catalana.

En la charla que di, no era mi interés centrarme en Rosalía, pero sí advertir de que el motor del análisis cultural hoy en día es lo que los anglos llaman FOMO (fear of missing out, traducido como miedo a quedarse fuera de un fenómeno, el que sea). Ha ocurrido (está ocurriendo) con Rosalía y, estos días, con el grupo americano Geese, que, me huelo, ha lanzado campaña algorítmica para convertirse en la banda rock clave de la gen z a nivel mundial (y, como la Rosi, son muy buenos).

Viendo Room 237, llena de teorías e ideas loquísimas, no he podido evitar acordarme de Stanley Kubrick, a quien, tiempo mediante, se le puede llamar genio sin necesidad de pararse a pensar en que sea algo que tenga debate. El tipo era un obseso del control, trabajaba los proyectos hasta la extenuación (propia y ajena). Luego volvía locos a quienes trabajaban con él en los rodajes, controlaba la proyección, el doblaje, los carteles… todo. 

Y, cuando todo estaba listo. Se iba. No daba una sola entrevista para explicar su obra. Era sencillamente genial.

Porque, ¿quién carajo, sino un egocéntrico o un teleñeco al servicio de una maquinaria turbocapitalista, quiere pasarse semanas vendiendo la moto sobre un proyecto en el que supuestamente ha trabajado años y lo considera una extensión de su mirada? ¿Por qué sobrexplicar (esta expresión tan gen Z) en vez de sugerir preguntas?

Creo que, entre fabular teorías locas y catalogar todo como obra maestra al primer visionado/escucha/click, debe haber campo para trabajar. Aunque, claro, los kubrickianos son mucho menos activos en redes que los rosaliebers y los geesers.

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