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La aristócrata neoyorkina enamorada de los tablaos y el duende

Cristina Heeren en su charla en el ciclo Maestrías | MADERO CUBERO

Pilar Montero

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En casa de la abuela de Cristina Heeren se guardaba el piano con el que solía practicar Cole Porter cuando iba a visitarla. El mismo piano por el que tuvieron que cortar el tráfico en Nueva York para que una grúa lo elevase en su traslado al apartamento de Heeren. Una anécdota que ejemplifica lo que puede ocurrir cuando alguien con dinero -y un extenso bagaje cultural- se apasiona. Si el amor mueve montañas, el amor de esta condesa por la música puede mover pianos. Por eso, cuando se encontró con la magia del baile y el cante jondo, se decidió pronto a hacer lo necesario para que las raíces del flamenco siguieran creciendo fuertes en la tierra que les dio la vida.

“El cuerpo nace en un sitio y el alma en otro. Mi cuerpo nació en Nueva York, pero mi alma es española”, afirmaba este miércoles Heeren en su conferencia dentro del ciclo Maestrías, en la Posada del Potro, la casa del Flamenco en Córdoba. Lo decía alguien que ha vivido en París y en América y que ha tenido una vida tan azarosa como para haber compartido si tiempo junto a Hemingway, Cortázar, Orson Welles o los Kennedy, y cuyas primeras conexiones con nuestro país le vinieron por parte paterna.

Fue su progenitor, Rodman Heeren, de sangre española, el que la llevaba a recorrer espectáculos flamencos y el que le inculcó el amor por el folclore del sur. “Yo estaba interna en Inglaterra y mi padre me sacó del internado para ir a ver a Antonio Ruíz. Esto lo hacía muy a menudo. Recorríamos todos los tablaos y los espectáculos de flamenco porque él era muy aficionado. Esto me creó un oído, aún sin conocimiento. Fue por esto por lo que me aficioné”, ha explicado.

Pero el azote del duende le vino principalmente del baile. Entre risas, recuerda sus años de juventud “flamenca” en Madrid y Sevilla, donde pasaba las noches enteras bailando en los tablaos plantada con su traje de lentejuelas. Por aquella época asistía a un prestigioso curso impartido por eminencias académicas y no le importaba asistir a las clases con los brillos de esa misma noche aun encima. “Recordando los sesenta me doy cuenta de que había mucha afición en Sevilla y en Madrid, y eso que no eran años muy turísticos. Era una tradición ir a cenar y luego ir a un tablao. Y me choca el hecho de que no conozco a ningún sevillano que haya ido a un tablao, pero ni uno. Bueno, ahora vienen al mío, pero porque les obligo”, rememoraba.

Se refiere al escenario de su teatrito, en las entrañas de una escuela de flamenco que preside, con su mismo nombre, en la calle Pureza del barrio de Triana. Quien dice escuela, dice uno de los centros más prestigiosos a nivel nacional en lo que se refiere a la enseñanza y divulgación del flamenco. Una fundación con más de veinte años de vida que cada año acoge a más de cien alumnos de cante, guitarra y baile, en un programa elaborado por Pepa Sánchez, la hija de Naranjito.

Aquello surgió de la urgencia de dar vida al sueño repentino de crear una escuela en la que los alumnos pudieran aprender la técnica directamente de las altas esferas del flamenco. Todo sobre una base de rigor y tradición en la que no se contempla ni por un segundo la posibilidad de experimentación. Lo explica una “talibana del flamenco”, como Heeren se define a sí misma, con un “gusto muy exigente por el baile”.

“Me junté con gente muy conservadora en el flamenco para crear la fundación y éste es el tipo de formación que apoyo. Si los jóvenes quieren hacer otras cosas al salir de ahí está bien, pero deben tener una base ortodoxa”, explica. Ahora la acogida del proyecto es unánime e incluso están trabajando para que las administraciones concedan la titulación homologada de flamenco. Pero no siempre fue así. La mecenas se lamenta de la oposición inicial que encontró para establecer su fundación.

“Al principio encontré resistencia en Sevilla. Allí les divierte la participación superficial de los extranjeros en la cultura andaluza. Pero cuando te metes en profundidad, la gente se siente amenazada. He tenido la suerte de rodearme de artistas que entendían lo que yo estaba intentando hacer. Yo no les iba a robar el flamenco. El flamenco es de aquí. Teniendo el apoyo de la gente que realmente te importa no hay problema”, señala.

Entonces sale a relucir la pregunta de Belén Rivera –probablemente rondando en la cabeza de todos los asistentes- sobre la percepción que se tiene en España de una actividad tan “natural” en América como es el mecenazgo. “Los que nacemos en una posición privilegiada tenemos el deber de contribuir a la sociedad”, responde Heeren. “Para nosotros es natural apoyar a esta afición”, sentencia la protagonista de una charla que ha acabado evocando inevitablemente a Cole Porter, a Miles Davis, al jazz. Un género al que Heeren hace alusión en ciertos momentos del encuentro. Porque tanto jazz como flamenco nacieron en lo más bajo, como grito o desgarro del alma, antes de ascender progresivamente hacia la ortodoxia.

Lo importante es la música. Recibir el azote del swing o el duende. Por varios caminos se llega a ese algo inexplicable. “Cuando esté agonizando, que me vengan a tocar la guitarra.” Concluye Cristina Heeren. “A bailar no, ¿no?”, responde Belén Rivera. “Será un momento más de guitarra”.

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