Antonio del Castillo, al descubierto
Nació, vivió y dejó su legado en Córdoba. Quién sabe si algún día tuvo la intención de querer marcar un antes y un después en el escenario pictórico de su época, pero lo consiguió. Así lo atestigua la trayectoria de Antonio del Castillo Saavedra, el artista más importante de la Córdoba de mediados del siglo XVII. Con el objetivo de mostrar a la ciudadanía una retrospectiva de todo su trabajo, el Museo de Bellas Artes acoge alrededor de todo el edificio 65 obras, 23 lienzos del maestro y su entorno, 28 dibujos suyos y de su época, y 13 cuadros de aquellos artistas que más le influyeron, además de sus seguidores.
En un paseo por toda la exposición -que puede visitarse hasta el 28 de febrero de 2017-, se aprecian las influencias de Zurbarán y las estampas europeas, y cómo las autoridades religiosas son grandes protagonistas en toda la obra de Antonio del Castillo. Además, la muestra museística pasea por todas las facetas del artista, que fue pintor, dibujante, diseñador y aficionado a la poesía. Siguiendo la estela de su padre, Agustín del Castillo, continuó como aprendiz de Ignacio Aedo Calderón y finalizó con una breve estancia en Sevilla junto a Francisco de Zurbarán.
La muerte de Juan Luis Zambrano en 1639 provoca que la sociedad de la época tome al artista cordobés como el pintor de referencia. Es así como pasa de hacer pequeños encargos -como la pintura Cristo muerto con tres ángeles dolientes, pieza que formó parte de la parroquia de San Nicolás de la Axerquía- a grandes proyectos. Además, es tras la muerte de Zambrano cuando Antonio del Castillo desarrolla cuatro de los encargos más importantes por los que pasa su taller: la decoración de la capilla de la cárcela del Tribunal de la Inquisición, la decoración de la escalera principal del convento dominico de San Pablo y el claustro y otras dependencias del convento de San Pedro el Real y de la iglesia del hospital de la Caridad. Buena muestra de este trabajo se extiende a lo largo de la planta baja del Museo de Bellas Artes.
Antonio del Castillo también desarrolla a lo largo de su vida su lado más paisajístico y lo lleva, de nuevo, a la pintura. Su maestría en el lienzo y la exquisitez de los trazados para escenificar los paisajes hacen que aumente la demanda de cuadros en la élite económica de la época. Pero, a pesar de que el paisaje sea la base del lienzo, las referencias religiosas siguen siendo la tónica habitual en cada obra de Antonio del Castillo, con piezas como El Sacrificio de Isaac o El sueño de San José. Antonio del Castillo le da al paisaje una importancia que, hasta ese momento, ningún artista le había dado. Consigue así que sus paisajes se conviertan en la aportación más original a la pintura del momento.
Con el paso de los años, Antonio del Castillo también incorpora la figura de los animales a sus lienzos. Así, aúna paisaje y animales bajo el influjo de las figuras religiosas. Es en ellas sobre las que descarga todo el concepto que tiene sobre la figura humana. De esta manera, “humaniza” a los ángeles y demás figuras que sobresalen de lo terrenal.
Pero no sólo la pintura formó parte de su vida profesional. El legado de su trabajo también recoge intervenciones de platería, yesería, retablos, esculturas y ornamentación local. Y, aunque se desconoce cómo fueron los inicios de Antonio del Castillo como dibujante, sí se recogen pruebas que atestiguan que “en 1618 montó su primer taller con una tienda aneja donde vendía sus obras, las de otros artistas y también dibujos que él realizaba y firmaba para que sirvieran de modelo a otros pintores”.
Toda la vida de Antonio del Castillo transcurre en Córdoba y establece sus diferentes viviendas en los alrededores de la Mezquita Catedral. Sin embargo, sus años de vida los pasó alejado de la zona más característica de Córdoba. Murió en su casa de la calle Muñices y fue enterrado en la Iglesia de la Magdalena. Aún hoy, los historiadores tratan de distinguir qué obras pertenecen a Antonio del Castillo y cuáles a sus discípulos, como fue Antonio Palomino. Y es que su técnica pictórica y composición permanecieron en Córdoba hasta el siglo XIX y fueron muchos artistas los que copiaron, o lo intentaron, la idea que Antonio del Castillo tenía del mundo.
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