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'Antidisturbios': gente normal, gente destruida

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Ángel Ortiz

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Un furgón con seis miembros de la UIP cumple la orden de ejecutar el lanzamiento de una vivienda en el barrio madrileño de Lavapiés. Allí les espera la agria y necesaria naturaleza de su trabajo: la ingratitud del uso de la fuerza. Lo que parece un desahucio de apariencia rutinaria, la tragedia actual y televisiva del desamparo, termina con un accidente que le cuesta la vida a un inmigrante senegalés. Quedan los seis antidisturbios en el peor de los focos, susceptibles socialmente de todo y judicialmente de un homicidio imprudente.

Todo lo que pasa luego es creíble, por increíble que parezca. La búsqueda de todas las vías de escape posibles hasta acabar en un personaje creado a imagen y semejanza de Villarejo. El aperitivo de ficción antes de que nos bombardeen las marquesinas con un documental de HBO. “Veinte plátanos”, les pide a los antidisturbios por echarles una mano. La serie se expresa como lo hace la calle, el pulso galdosiano de mostrar cómo se expresan las gentes, el idioma de la camaradería. Sorogoyen filma pegado a la realidad como un cronista. Si bien se trata de ficción, como ha saltado como un resorte Movistar ante las críticas de los sindicatos de la policía, esta obviedad no enturbia la verosimilitud de lo que estamos viendo. La historia es tan buena que hasta José Luis Rebordinos, director del festival de San Sebastián, meditó si incluir la miniserie en la competición de la Oficial y no fuera del concurso.

Sorogoyen e Isabel Peña, su coguionista de cabecera, nos enseñan que detrás del uniforme, el casco y la porra hay tipos insultantemente normales que sobreviven en el alambre del despertador. La normalidad es que, dentro de un gremio, haya buenas personas y otras despreciables. Divorcios, ansiedades, depresiones, resacas y escarceos con la cocaína. Cuerpos que se erosionan y requieren la fuerza necesaria para dar palos. Fajas que sostienen espaldas rígidas que crujen. Familias en La Coruña.

La búsqueda de la verdad más aséptica en esta maraña de corruptelas la encarna Laia Urquijo, la inspectora de asuntos internos a la que da vida Vicky Luengo. La decencia de una mujer joven y trabajadora con su puntito. Vive su trabajo con la actitud frenética de esos jóvenes que mandamos a Madrid a trabajar en una bigfour y acaban desbocados los viernes por la noche con las copas a 15 euros. Un personaje con aristas y obsesiones que responde al perfil más americanizado de esta película larga. Eso que, por ejemplar y pintoresco, no estamos acostumbrados. Al margen de la trama, las escenas de acción tienen un punto documental que nos acercan al trabajo de los policías desde la visera del casco. También la comisaría con las bufandas de los hooligans como cabelleras indias colgadas en las paredes y los empalmes de los cables por fuera. Todo está cuidadísimo.

Hay una cena final donde parece jugarse una partida de póker con manos de mentiras y fragilidades. Es un punto cumbre de la serie, rodada en una sola toma, con un sabor híbrido entre las tertulias de la terraza de La Gran Belleza y los pies en la mesa del Bada Bing. Osorio as Tony Soprano. No hace falta ningún Jep Gambardella que les diga que no se aleccionen ni se miren por encima del hombro, solo les queda mirarse a la cara, hacerse compañía, bromear un poco.

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