La agrocultura contemporánea
Desde hace un par de años, en el convento de Santa Clara de Belalcázar crece la residencia de artistas La Fragua que ha revolucionado al pueblo
Si uno abre la puerta y mira desde lejos “parece que entra en un capítulo del Quijote”. Es lo que cuenta Blas, un guía improvisado que ya entra en La Fragua como Pedro por su casa y que se fue a vivir los fines de semana a Belalcázar por amor, primero, y ahora por amor a todo el pueblo. Pero cuando uno se adentra descubre que sí, que La Fragua es como un capítulo del Quijote, pero de un Quijote muy contemporáneo. El antiguo huerto del convento de Santa Clara de Belalcázar es quijotesco, castellano, rudo y fresco. Pero si uno se adentra, lo primero que ve a su izquierda es el primer jardín circular que se haya visto antes en Los Pedroches. Estamos en la Residencia de Artistas de La Fragua, donde se transpira la agrocultura contemporánea.
Según las listas de patrimonio arquitectónico de Córdoba, el convento de Santa Clara es el segundo edificio más importante de toda la provincia de Córdoba sólo superado por la Mezquita. Ahí es nada. Santa Clara es un inmueble único, una obra del gótico contemporáneo a los Reyes Católicos. El convento es único por su patrimonio, ha llegado en buenísimas condiciones hasta nuestros días a pesar de ser una obra del siglo XV, y ahora porque en un mismo espacio conjuga a dos mundos muy diferentes que han conectado: el de las monjas de clausura de la orden clarisa y el arte contemporáneo. Este mundo, aparentemente antagónico, sólo está separado por un muro y unos pocos metros. A un lado, la oración, la clausura, la reflexión y la religión. Al otro, la agrocultura contemporánea. La separación entre estos dos mundos aparentemente tan opuestos apenas se nota, máxime cuando una de las artistas que ya ha acabado su jornada de creación le trae al improvisado visitante unas pastas de almendra preparadas por las monjas.
Hoy, Santa Clara es así. La culpa la tiene Javier Orcaray, codirector de la residencia de artistas de La Fragua, hijo de belalcazareña y ya uno más del pueblo. En 2011 y después de la restauración de parte del convento de Santa Clara, que amenazaba ruina, el Ayuntamiento decidió cedérselo a la idea de Orcaray. El objetivo de este impulsor cultural: importar al Sur de España una de esas ideas que tanto está cuajando en el arte contemporáneo en Centro Europa y en Norte América, esa especie de volver al campo, de regreso al origen, a la creación. Pero no como un lugar bucólico en el que inspirarse, no. Orcaray explica la esencia de esta iniciativa en la memoria que ya ha diseñado La Fragua: “Por un lado, creemos en el cambio global que está sufriendo el mundo del arte, por otro, el medio rural ha sufrido una transformación a nivel social mucho más grande de lo que se tiende a pensar”. Por eso, considera que los artistas “vienen a La Fragua a experimentar y la audiencia, aún estando alejada de los grandes núcleos de producción y exhibición de arte contemporáneo, está preparada para algo más que contemplar una sucesión de pinturas de paisajes romantizados”.
Y eso es lo que parece. Los artistas crean en Santa Clara, que está algo alejado del pueblo (a unos 15 minutos andando) pero viven y exponen en Belalcázar. Los creadores (escultores, bailarines, escritores, pintores, fotógrafos... hay de todo) se hospedan en la Casa de Manolo y se relacionan con los parroquianos, a los que ya no les extraña acudir a una muestra en la que tienen que estar constantemente interpretando lo que ven, como ese jardín circular o ese gigantesco aparato reproductor femenino que cuelga de uno de los muros de piedra del antiguo huerto de Santa Clara, obra de Fátima Montero. En este jardín habitan también otras obras permanentes: Sanagui de Hisae Yasae, la escultura Elevation de Anders Grolien o El Pueblo español tiene un camino que va a una estrella, de Jacinto Lara.
Los residentes suelen pasar entre uno y tres meses en La Fragua. Son seleccionados por un comité de expertos compuesto por comisarios de arte, historiadores, artistas y agentes culturales. Generalmente sólo se admiten solicitudes de artistas profesionales o en vías de profesionalización, pero sin limites a la edad, sexo, procedencia o creencias. Cuando un residente entra a La Fragua, además de las llaves de su habitación, del acceso a un estudio y de la clave de la wifi recibe una bicicleta. Es su forma de moverse e interactuar con el medio. Y de sentirse uno más en un pueblo que ya está acostumbrado a ver a “gente rara haciendo cosas raras”, pero que les gusta, como demuestra que desde enero de 2011, hace apenas dos años, los habitantes de la comarca no han parado de ayudar a los artistas a todo lo que se les ha pasado por la cabeza.
Lilyia Lifanova desarrolló el proyecto Flying Carpet, con chicos del colegio del pueblo y asociaciones de mujeres; Hiroya Miura, el compositor japonés, integró voces de mujeres en su exposición Umi- Madre; Rosana Cámara realizó un mural con los mayores de El Viso; Júlia Soler trabajó con la asociación de mujeres de Belalcázar en su última exposición; Taller de Casquería realizó unos trabajos de vídeo con personas del pueblo; y el personal del centro ha sido responsable en la creación de actividades artísticas para escolares. No es ni más ni menos que la agrocultura contemporánea.
Esta novedad, esta llegada masiva de artistas a un pueblo de 3.500 habitantes y a una comarca, Los Pedroches, castigada en los últimos años por la pérdida de población, hace que las creaciones en La Fragua despierten más expectación que cuando alguno de estos artistas muestra sus obras en cualquier ciudad del mundo. Según admite Orcaray en la memoria, “por norma general, a una inauguración suelen venir una media de 50-100 personas y al finalizar la exposición ha sido visitada por 250-600 personas, una cifra altamente superior a la que se logra en muchas galerías urbanas. Contamos con la ventaja de estar muy lejos de cualquier galería de arte contemporáneo y de encontrarnos en un edificio histórico que atrae a turistas”.
El espacio expositivo, antigua enfermería de invierno y popularmente conocida como Sala del Barco, es una nave de 350 metros cuadrados que alberga exposiciones, talleres, espectáculos de danza, teatro, conciertos y proyecciones.
La financiación de la Residencia de la Fragua es exclusivamente autónoma y lo más probable es que por eso funciona. Depende de las cuotas anuales de sus socios (ya son más de 90), de becas, de mecenas privados, de los talleres que se imparten en la Fragua, del pago de la residencia por parte de los propios artistas y de los donativos altruistas que recibe. Nada más.
Ahora, va a llegar el frío a Los Pedroches. La residencia de artistas de La Fragua se va a tomar una pausa de un par de meses. Va a hibernar para preparar la llegada de la primavera. Cuando pasen las heladas, en el convento de Santa Clara de Belalcázar van a crecer auténticos brotes verdes. Y esos sí que los podrá ver todo el mundo.
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