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The Grigoryan Brothers: la conjura de los performistas

Concierto de los hermanos Grygorian. | MADERO CUBERO

Redacción Cordópolis

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Los hermanos australianos ofrecieron anoche un concierto en el Teatro Góngora que aunó piezas clásicas de Tchaikovsky y autores actuales

Quedé con Coral para ir al concierto de los Grigoryan Brothers. Al llegar a las Tendillas me reprendió enseguida: - Tía, si me hubieras dicho que había que arreglarse me habría puesto un vestido.

- ¡Pero si yo voy en vaqueros!

- Llevas una camisa.

- Va, piensa lo divertido que va a ser llegar allí y que te vea la multitud moribunda de viejos nostálgicos con tu pinta de rockera desgastada.

- A la granizada me vas a invitar.

Mientras esperamos hojeamos el programa. Versiones de Tchaikovsky, Loveladt, Gnattali. Un par de composiciones propias. “Slaya y Leonard Grigoryan son uno de esos casos poco comunes. Entre ellos no hay rivalidad, solo unos lazos familiares y su amor por la música. Desde su primera y aclamada gira en 2002 han impresionado a públicos de todo el mundo (...) Han lanzado ya cinco álbumes como dúo, siendo el más reciente The Seasons en 2012…” Y algunos párrafos más con proliferación de los términos “virtuosismo” o “ambición”.

Coral confiesa que no conoce las piezas. “No me termina de llegar la música clásica” –dice. Y pienso que se cortaría una mano antes de decir tal cosa sobre Foster Wallace o Stanley Kubrick. La música clásica se ha convertido en un corralito donde incluso “sofisticados” se envuelven en la bandera anti-intelectual. No todo es culpa suya, claro: siglos de intolerancia clásica han ido medrando en el inconsciente cultural de la gente. Y supongo tiene que ver con que las compañías discográficas estén reduciendo sus divisiones clásicas; las orquestas enfrentando déficits; la música apenas se enseñe en la, cada día más deteriorada, enseñanza pública; o sea casi invisible en televisión y revistas.

Caminamos hacia el teatro Góngora preparadas para lo peor: el espectáculo de los grandes gestos y florituras habitual en las salas sinfónicas. El paraíso de los pasivo-agresivos adictos a la sublimación; de los maduritos que viven de hacer lo clásico un producto de lujo que suplante al producto popular inferior. Más reliquias del mundo freudiano que tomando gintonics a las tres de la mañana. Etcétera. Pero al entrar en la sala me siento de repente animada. El público viejo, rico y aburrido ha sido milagrosamente sustituido por un conjunto variado de treinteañeros modernitos, jóvenes entusiastas en pantalones cortos, simpáticas ancianitas domingueras, y señores con cara de poder ser mi dentista. Una pantalla que va cambiando de color sustituye los habituales veinte tonos de beige en la decoración. Qué está pasando aquí. ¿El Festival de la Guitarra ha salido del establishment?, ¿asisto al comienzo de la democratización de la cultura en la ciudad?

Se apagan las luces y suena Fantasía sobre un tema de William Lawes, de Slava Grigoryan. No me entusiasma del todo pero tampoco soy una detractora de la performance. Desde el siglo XX se conocen compositores jóvenes que están trabajando en la línea de fusionar el folk con lo clásico. El mismo Mozart fue un maestro de la fusión, uniendo cosas que antes de él no tenían nada que ver, como la tradición italiana con la alemana, por ejemplo. Por no hablar de Mahler… La fusión no es un invento de nuestros días. Quizá estar fuera del maisntream ofrezca más posibilidades creativas y el nuevo underground no sea el look vaqueros agujereados de Coral sino la música postclásica.

Tras una tanta de aplausos moderados el programa sigue con Tchaikovsky. Buenas tardes, efectismo. Necesitas un enfoque más flexible para el fraseo, pero teniendo en cuenta la dificultad que supone transferir las texturas pianísticas de Tchaikovsky a las seis cuerdas de la guitarra clásica, no está nada mal.

Finaliza la primera parte con un tema propio, compuesto por Leonard Grigoryan, This Time. Al segundo movimiento el esteta de la cuarta fila que tenía toda la cara de pensar que el género empezó con Bach y murió con Mahler y Puccini ya parece embelesado. Es material visceral y vibrante; tiene algo en común con las primeras piezas minimalistas de Steve Reich, pero también algo de folk. Y pensar que el género había muerto. A Brahms también le dijeron en su día que sus obras no interesaban, que era mejor lo antiguo. Ya en el siglo XVI se decía que lo mejor ya estaba escrito, y no obstante tras Beethoven llegaron otros. Composiciones como esta, capaces de devolverte al optimismo musical.

El esteta sale a fumar aferrándose a cáscaras vacías de superioridad intelectual y tras el descanso prosiguen interpretaciones de Westlake (Mosstrooper Peak. Sonada para dos guitarras); Loveladt (Incantation nº2); Ralph Towner (Duende); y Radamés Gnattali (Ernesto Nazareth y Chiquinha Gonzaga).

Escucho detrás de mí a una señora susurrando “Hace frío, eh?” A las señoras mayores no hace falta hacerlas callar: saben perfectamente cuando alguien merece una colleja. Pienso en lo triste de un músico aplicando fórmulas en vez de crear algo nuevo y auténtico.

El tipo de mi izquierda está a punto de dormirse. Uno de los hermanos Grigoryan tiene cara de Ignatius Reilly, y me viene a la cabeza un fragmento de La conjura de los necios: “Soy capaz de tantas cosas y no se dan cuenta. O no quieren darse cuenta. O hacen todo lo posible por no darse cuenta. Necedades. Dicen que la vida se puede recorrer por dos caminos: el bueno y el malo. Yo no creo eso. Yo más bien creo que son tres: el bueno, el malo y el que te dejan recorrer (…) me di cuenta de que ya estaba caminando, lejos de mi voluntad, por la otra senda. Esa que no es la buena ni la mala. Porque está claro que la buena es buena porque es una opción propia. La mala es mala porque también es tu opción. Pero la otra no es algo que hayas escogido, por lo cual no pueden decir que es ciertamente buena o ciertamente mala. Es ciertamente ajena, impropia. Por ese camino involuntario caminé, llevado de las narices, arrastrado como un palo sin poder animarme”.

Pienso también en esos fantásticos y carísimos efectos de sonido en las películas de Hollywood para las masas, esa cultura de masas que es, como decía Umberto Eco, la anticultura. Una cultura producida a la medida de todos y para que se adapte a todos. El barniz de modernidad es una cubierta para los negocios de costumbre. Toso. Una chica joven que juega con su móvil me mira divertida. Es el último movimiento y una anciana se arrastra lentamente por el pasillo, con expresión de profundo aburrimiento. Haciendo crujir el suelo sin miradas de reprobación. Tres grandes acordes para terminar con los que pretenden, obviamente, hacer estallar un rugido de aplausos. Aplaudo, sin entusiasmo, no sé bien por qué. Toda la sala aplaude. Lo mejor de la música es, supongo, cuando se convierte en un lugar donde hacer añicos tus expectativas.

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