Steve Vai: un músico sin alma
Steve Vai ofreció anoche en la Axerquía un concierto como parte de su gira 25 aniversario de Passion and Warfare, recuperando sus propias rentas y poniendo así fin al Festival de la Guitarra
Steve Vai posee las cualidades y formación que todo aspirante a gran guitarrista desearía. Nació en el barrio adecuado, cuna de la vida cultural y artística de Nueva York; tuvo al maestro adecuado, un joven Joe Satriani que ya despuntaba como nueva leyenda del rock; incluso estudió en la academia de música moderna más importante del mundo. Ha tenido las oportunidades y la capacidad. Su innegable virtuosismo le hizo destacar entre sus compañeros de clase y sus dotes para la
transcripción musical le llevaron a trabajar junto a músicos como Frank Zappa o Alcatrazz.
Pero Vai siente la necesidad de crear un estilo propio desvinculado del rock tradicional y decide iniciar una carrera en solitario. Así lo cuenta él mismo al comenzar el concierto “No sé qué opinaréis de mi música, entre mis compañeros no encajaba, pero a mí me gusta”. Su presencia sobre el escenario ya advierte un intento de originalidad mezclado con elementos al azar del rock más tradicional y el heavy más pretendidamente transgresor: su mallas ajustadas, las luces de neón que decoran su guitarra, su histrionismo sobre el escenario, sus movimientos de rock star atribulado, las primeras octavas que sutituyen a los sweeps y los trinos de malmsteen.
Notalgia prestada de los que tocaban rock cuando el rock era un refugio para los inadaptados, un espejo para chavales díscolos que ansiaban distanciarse del borreguismo de sus compañeros de clase y rebelarse contra el camino que la autoridad social y familiar les exigía: el matrimonio, la esclavitud consentida, los hijos; una vida de acumulación de trienios y un reloj barato al conseguir la jubilación.
Suenan las primeras melodías, simples y cargadas de artificio. Grupos de notas sobre escalas sin armonía ni respiro. Con buena técnica, manos ágiles y poca imaginación, el guitarrista intenta emular el espíritu de aquellas bandas de desertores gamberros cuya idea de la diversión era embriagarse hasta perder el conocimiento y destrozar los muebles de los hoteles que despreciaban.
El espíritu de héroes como
Hendrix, Van Halen, o Malmsteen, que siempre quisieron dejar bien claro que el rock and roll era -ante todo- una gamberrada insolidaria practicada por quienes se ganan a pulso el privilegio de hacer lo que quieren sin rendir cuentas a nadie. La ambición de Vai se corresponde con su efecto sobre el público: evasión superficial mediante el consumo de sonidos sometidos a los dictados e influencia de la industria cultural. Que impiden, como cualquier obra de arte convertida en mercancía, el cumplimiento de su cualidad: transmitir verdad.
En el escenario le acompañan un bajo sin función, vanos intentos de calentar a las masas, y una pantalla que reitera imágenes pretendidamente lisérgicas. Encadena canciones mientras pasean a su espalda fotografías de viejas glorias del rock y escenas psicodélicas estériles para un público poco familiarizado con
las drogas de los años sesenta. Tema tras tema -Liberty, The animal, Ballerina 12/24, incluso su imprescindible For the love of God- el público no logra dejarse llevar por el entusiasmo, no siente la necesidad de gritar, llorar o derretirse. El propio espectador, envuelto en los ropajes de esta vacuidad musical, es un fragmento más de este mundo cosificado y superficial. Incapaz de infinitud o tensión, no participa en un ritmo de frenesí general ni se queda marvillado por el placer de las ondas sonoras.
Es esta la carencia de Steve Vai y la clave de su éxito comercial: una música hecha desde la distancia y el desconocimiento, una música que te coloca a distancia de la música , un producto mercancía que entretetiene y pasa, como dice Adorno, a “habitar las grietas del silencio que se abren entre los hombres asediados por el miedo y la docilidad sin protesta”.
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