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SOS Córdoba: se necesita sombra (urgentemente)

Balcón del Guadalquivir

Aristóteles Moreno

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Tomen nota: el verano que estamos a punto de terminar ha registrado 31 días por encima de 40 grados. La tercera marca histórica desde que tenemos registros oficiales. Pero hay más. El número de jornadas al año que superan los 35 grados se sitúa ya en las 76. Es decir, dos meses y medio. Y, si contabilizamos los días con más de 30 grados, nos acercamos ya a los cuatro meses y medio. Estamos hablando de más de una tercera parte del año sometidos a una intensa radiación solar.

Córdoba habita en el corazón del calentamiento global. Todas las previsiones indican que en las próximas décadas la temperatura puede proseguir su escalada en dos, tres, quizás cuatro grados de media. Menos lluvia y más sol. La pregunta, por lo tanto, cae por su propio peso. ¿Está la ciudad preparada para ese escenario? ¿Están planificando nuestros gestores soluciones para mitigar los efectos del calentamiento que se avecina? La respuesta es muy simple. No. La ciudad mantiene su inercia rutinaria como si el calentamiento global fuera una de las series apocalípticas de Netflix.

Ahora fíjense en otro detalle. Salgan de la Estación del Ave y diríjanse a la Avenida de la Libertad. Nada más abandonar el apeadero, se darán de bruces con una gran plaza de piedra pelada y mondada. No encontrarán un mísero árbol. Ni siquiera una pérgola en la que cobijarse. Solo verán un estanque seco que multiplica por tres la sensación de ahogo. Si es uno de los 138 días al año con más de 30 grados, caminarán cabizbajos. Si estamos en uno de los 76 por encima de 35 grados, sudarán como un mono. Si es alguna de las 31 jornadas con más de 40 grados, se juegan la vida. Ahora bien: si logran alcanzar la Avenida de la Libertad, lo cual no está garantizado, tienen por delante casi dos kilómetros de granito y sol.

El ejemplo que acabamos de describirles no es una anécdota en la configuración urbana de Córdoba. En las últimas décadas, la ciudad se ha contaminado de la moda del denominado ‘urbanismo duro’: plazas de piedra, bulevares sin sombra y avenidas desérticas, que han convertido a la urbe en una trampa mortal para sus habitantes. Es lo que se conoce como ‘isla de calor’, un efecto térmico que eleva la temperatura varios grados por encima de su entorno. Madrid, por ejemplo, registra 8,5 grados más que su periferia. Y no es una broma.

Pepe Larios lleva décadas alertando del riesgo bioclimático que representa prescindir de la vegetación y apostar por el urbanismo de piedra de estilo minimalista. El histórico ecologista, presidente de la Fundación Transición Verde, clama en el desierto. Y nunca mejor dicho. “Hace más de 30 años me llamó un amigo por teléfono. Frente a la gasolinera de la Avenida de Cádiz estaban cortando árboles. Desapareció una plaza terriza con vegetación y apareció, en su lugar, una plaza cimentada. Desde entonces se han ido imponiendo las intervenciones duras. Además, con materiales oscuros como el granito, que absorben las radiaciones solares”. Según Larios, la obra culmen del urbanismo duro fue la Plaza de las Tendillas, que, aunque es cierto que restringió el tráfico rodado, apostó por el granito negro y limitó la vegetación a unos cuantos setos en los márgenes.

“Si a esto le sumamos, además, un suelo que no es transpirable, que no es capaz de recoger el agua ni de devolver la humedad al ambiente, estamos reforzando de forma importante el efecto ‘isla de calor’”, argumenta el experto en cambio climático. La clave, no obstante, es la reforestación urbana. “La arboleda funciona con dos sistemas”, explica. “Uno es el propio sombreo. Y el otro es la evapotranspiración, que no es ni más ni menos que coger agua del suelo y evaporarla a través de la hoja. Y para eso tiene que capturar energía del aire, o sea, el calor, lo que refresca el ambiente”.

Curro Crespo es arquitecto y redactor del Plan de Gestión del Casco Histórico de Córdoba. El experto no tiene dudas sobre el origen del calentamiento urbano: la irrupción masiva del coche y la transformación espacial que precipitó en las ciudades europeas de la segunda mitad del siglo XX. Se construyen grandes avenidas, barrios residenciales y mucho asfalto pensando en la lógica del vehículo. “Y cuando tú juntas todos esos factores tienes la peor situación posible frente al cambio climático”, sostiene.

En los años ochenta se produjo un hecho trascendental. En Barcelona, dos arquitectos ganan el concurso para la remodelación de la Plaza de los Países Catalanes, frente a la Estación de Sants. Y ejecutan una intervención audaz por lo simple: una explanada sin apenas mobiliario urbano y cero vegetación. Hablamos de 1983. Helio Piñón y Albert Viaplana reciben el aplauso de los especialistas y algunos premios de prestigio. El modelo corre como la pólvora a lo largo y ancho de España y aterriza, cómo no, en el Valle del Guadalquivir.

“Ellos hicieron el primer diseño de plaza completamente embaldosada. A este terreno se le calificó como plaza dura. ¿Por qué? Porque era un tratamiento del espacio público desde una concesión del diseño minimalista, sin vegetación e intentando llegar al mínimo de conservación necesaria”, afirma Crespo. Esa es una de las claves del modelo. El bajo coste del mantenimiento. Nada que ver con los jardines, los parques y los suelos terrizos. Los ayuntamientos ven una oportunidad de oro para intervenir en el espacio sin preocuparse por la conservación. En ese momento, además, la conciencia sobre el calentamiento global no había aterrizado sobre el planeta y pocos pensaban en las condiciones bioclimáticas urbanas.

“A día de hoy esa cultura de la plaza dura sigue existiendo. Un planteamiento como el de la Plaza de la Corredera no se puede entender si no se conoce esa genealogía que proliferó en los ochenta y noventa”. El coste del mantenimiento es un factor determinante. Pero no el único. El urbanismo minimalista otorga visibilidad a la obra del arquitecto y los árboles son armatostes que tapan y distraen. “En este tipo de espacios, las decisiones de diseño son mucho más visibles, con lo cual el protagonismo del arquitecto y su fantasía formal queda mucho más evidente”, admite Curro Crespo. Y añade: “La vegetación, por definición, es un elemento de carácter problemático y los arquitectos como los ingenieros solemos tener problemas de comprensión de cómo trabajar con elementos vivos en el espacio público”.

La epidemia del urbanismo duro es ya una realidad incontestable. Exactamente igual que la amenaza del calentamiento global que se cierne particularmente sobre ciudades como Córdoba. ¿Qué se puede hacer? El arquitecto cordobés sugiere algunas propuestas. “Ahora hay movimientos que reivindican la vuelta a los suelos terrizos, porque tienen la capacidad de almacenar agua e intercambiar esa humedad con la atmósfera a lo largo del día”. Y, por supuesto, intensificar la vegetación. “Eso será fundamental en el espacio público”, asegura.

El gran problema del futuro en ciudades como la nuestra es la radiación solar. Todos los escenarios previstos por los expertos dibujan para Córdoba en el año 2100 un panorama donde la sombra es “absolutamente prioritaria”, alerta Crespo. Y ese es el trabajo estratégico que hay que hacer desde las autoridades públicas “en los próximos 70 años”. Sombra natural, por supuesto, pero también inducida. El arquitecto consultado es partidario de entoldar el espacio público durante la mitad del año.

Servando Álvarez no se anda con contemplaciones. “Me parece un disparate”. Se refiere al urbanismo duro practicado en las últimas décadas. Y no lo dice cualquiera. Quien habla es catedrático de Ingeniería Energética y director del Grupo de Termotecnia de la Universidad de Sevilla, impulsor de un proyecto pionero en la Cartuja para rebajar la temperatura hasta diez grados por medio de un sistema persa milenario de enfriamiento del aire.

Álvarez es partidario de la “renaturalización” de las ciudades sin demora. ¿Cuál es el problema? “El dinero y el mantenimiento”. Y, por lo tanto, la actitud reacia de los gestores municipales. La reforestación urbana requiere años para ver sus frutos y los alcaldes solo funcionan con luces cortas. Con todo, en su opinión, los ayuntamientos están obligados a reconvertir el urbanismo duro en las próximas décadas. “Por supuesto. Es la mayor apuesta. Casi lo único que pueden hacer de cara al cambio climático”. Y avisa: “Tenemos que cambiar la situación para que dentro de 20, 30 o 40 años tengamos ciudades más habitables”.

Hoy día en las urbes del sur la gente “ya no puede estar en la calle” y el equipo de Servando Álvarez trabaja justamente para idear “refugios climáticos ” y “zonas oasis” dentro de la ciudad. Su receta es agua, vegetación y sombra. Y uno de los modelos que más le seducen es la propuesta de las ‘supermanzanas’ ensayadas en Barcelona. Consisten en vaciar de tráfico rodado varias cuadras de un barrio y devolver el espacio para crear zonas de juego, veladores, áreas de lectura y, en definitiva, restaurar la vida peatonal.

Todos los expertos coinciden en la relevancia indiscutible de la reforestación. De acuerdo. Pero no en cualquier lugar. Ni con cualquier tipo de árboles. “No vale contar como zona arbolada los Sotos de la Albolafia ni el Parque de Levante”, advierte Pepe Larios, en una velada alusión a las recientes proclamas del alcalde de Córdoba, José María Bellido. “Hay que actuar dentro de la ciudad. Los árboles deben estar en nuestras plazas y en nuestras calles”, puntualiza. ¿Y cuántos árboles necesita Córdoba? “Lo ideal sería un árbol por habitante”, propone. Lo que hoy dice el censo municipal es que la ciudad cuenta con 81.306 ejemplares. Si damos por buena la ratio de Pepe Larios, a Córdoba le faltan nada menos que 240.000 árboles.

La sombra y la reforestación constituyen una emergencia municipal. “Pero no de ahora”, subraya el histórico ecologista. “Ya vamos tarde”, lamenta. Y no parece que las autoridades municipales, ni las de antes ni las de ahora, hayan colocado en la carpeta de 'urgente' uno de los desafíos más preocupantes del planeta.

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