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El guitarrista de Hamelín

Alfonso Alba

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Joe Satriani cierra los conciertos del Festival de la Guitarra con una audición soberbia en el Teatro de la Axerquía

El viernes, unos amigos no paraban de dar vueltas por el teatro de la Axerquía. “Buscamos un sitio donde se oiga mejor. ¿Conoces alguno?”, preguntaban. La verdad es que no, que en el teatro de la Colina de los Quemados, la música se oye igual de bien o de mal en casi cualquier sitio. “Prueba en el bar”.

Ayer sábado, durante el concierto de Joe Satriani no les hizo falta buscar. La electricidad del norteamericano se escuchaba con una nitidez suprema hasta desde el barrio de San Basilio, donde las notas rebotaban contra las paredes y llegaban hasta los oídos de los turistas, que como ratones de Hamelín dirigían sus miradas (y alguno sus pasos) hacia el teatro de la Axerquía. Era difícil que no se movieran deditos de los pies y manos al ritmo de una música hechizante.

Escribir en una crítica que un concierto ha sonado bien puede sonar a un halago bastante simple, a algo que debería darse por hecho en un certamen que pretende ser tan exquisito como el Festival de la Guitarra de Córdoba. No obstante, la nitidez de las notas que brotaban de los instrumentos de los músicos que acompañaban a Satriani pocas veces se ha escuchado en la Axerquía, más allá de la calidad de la música, que era de la buena, de la de verdad, para disfrutar.

Y se disfrutó. El guitarrista neoyorkino tuvo de todo y para todos. Retorció el instrumento hasta hacerlo llorar, gritar. Lo exprimió de agudos y exhibió aquello que lo ha hecho famoso y vender más de diez millones de discos (sí, ayer estuvo un Córdoba un señor así): una virtuosidad con la guitarra por la que sigue siendo uno de los mejores.

Satriani, pese a sus éxitos y a que ya tiene poco más que demostrar, se divertía ante el escenario de la Axerquía en un recital en el que con la guitarra también jugó al popular hola-fondo-norte-hola-fondo-sur-de-la-música. El teatro, lleno y entregado, de fans (habían venido muchos de fuera) y de melómanos que, ahora sí, pasaron una noche exquisita en la que sólo había que cerrar los ojos y sentir. Parece fácil.

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