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Lo efímero es para siempre

Hermandad de Jesús Caído | ÁLEX GALLEGOS

Rafael Ávalos

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Una mirada, un abrazo, una sonrisa. También una lágrima en la mejilla. La felicidad y la tristeza son pasajeras, como parece en ocasiones la vida. Todo es un instante, una brevísima porción de tiempo. Y sin embargo existen emociones y experiencias que son duraderas, que alcanzan la eternidad gracias a los recuerdos. A nivel individual y en la memoria colectiva permanecen imborrables esos momentos que cuando vuelan con ligereza a golpe de manecilla de reloj ya se adivinan inolvidables. Todo es un instante. El crujido de la madera, el tintineo de las bambalinas, el sonido de una corneta, la voz de quien hace arte del lamento, el flash de una cámara... En sólo unos segundos pasa a ser cuestión del pasado, parte del archivo de aquel que lo vive y siente. Pero jamás desaparece por mucho que al minuto siguiente se dibuje una realidad distinta. Porque lo efímero es para siempre. Sólo si se sabe disfrutar del modo debido.

Un instante es lo que dura la llamada a una puerta. Enseguida está abierta y comienza otro momento. Bajo un sol de justicia, decenas de personas aguardan en la discreta plaza del Padre Cristóbal. Tras la Cruz de guía el cortejo inicia su camino, en el más estricto silencio y recogimiento de quienes asisten a su salida. Una voz se escucha en el interior del templo. Es la del capataz, que de forma calmada dirige a la cuadrilla que porta al Señor. Después de una difícil salida, Nuestro Padre Jesús Nazareno encara la estrechez de la calle a la que da nombre. En la iglesia hospital de misma advocación aguarda el paso de María Santísima Nazarena, rostro sereno en el dolor. La oración y la solemnidad son el contrapunto a una jornada de bullicio y murmullo, de sonidos. Es el contraste necesario al Jueves Santo de Córdoba.

La Semana Santa de la ciudad alcanza uno de sus días de mayor expectación entre propios y foráneos. Son las cinco de la tarde y el instante se escapa. Como la mirada arriba de la señora que aguarda, sentada en una sencilla silla plegable, en Mayor de Santa Marina. Una vez más una multitud ocupa de principio a fin la Cuesta de San Cayetano, que es un mar que abre a su paso Nuestro Padre Jesús Caído. La mujer eleva el rostro con ternura en los ojos para observar al Señor de los toreros tras dejar atrás la Puerta del Colodro. Y lo vuelve a hacer cuando ante ella camina bajo su palio Nuestra Señora del Mayor Dolor en su Soledad. Entre naranjos, la madera del paso del Señor cruje en una levantá y las bambalinas golpean los varales en el andar de la Virgen. Los dos marchan de manera elegante y con sonidos clásicos. Es el sello de la corporación radicada en la iglesia conventual de San José.

El silencio es tesoro casi inalcanzable en el Compás de San Francisco, escenario que siempre está presente pero que este año gana más protagonismo. La bulla crece en un instante, mientras el Tercio Gran Capitán con su característico ritmo aguarda entre una enorme expectación la salida del Señor de la Caridad. El Crucificado, al igual que Nuestro Padre Jesús Caído, luce todo su esplendor tras una intensa restauración. A los pies del madero, la Madre. Probablemente la mayoría dirija sus miradas a quienes muestran otra vez el irrompible vínculo que une a la hermandad con la Legión, pero también están los que saben que los ojos han de dirigirse al paso. Camina firme en un trayecto que le conduce a una plaza de la Corredera en la que se produce la definitiva explosión de sensaciones. Ocurre en un momento, que sin embargo es imperecedero.

Tras experimentar los polos opuestos de una jornada vibrante, siempre lo es, los pies marcan por sí mismos el rumbo. Paso ligero, giro ágil, una calle y otra esquina. Ante la plaza de San Agustín una estampa de calidez más allá del calor surge ante los ojos del vecino, del cofrade y del turista. Son las siete menos veinte y de repente la Cruz de guía ya está en la calle. La hermandad de las Angustias inicia su recorrido hasta la Mezquita Catedral cinco minutos antes de lo previsto. La seriedad sobrevuela el lugar, repleto de gente. Al pie de la Cruz, la Madre mantiene en su regazo el cuerpo exánime del Hijo. Siempre sobrecoge su estampa sobre el dorado paso que salva la complicada salida de su templo. Una saeta se clava en el corazón de un público expectante pero impresionado, por mucho que conozca y reconozca el conjunto escultórico, por la magna obra de Juan de Mesa. Marcha firme con el sonido de la Banda de Cornetas y Tambores Coronación de Espinas. Lenta pero inevitablemente abandona su barrio y pone rumbo a la Carrera Oficial, en la que entra bajo la luna que durante años fuera el mayor testigo de su salida procesional.

Todo es un instante. Al igual que en San Agustín o en la Puerta del Puente, en Beato Álvaro de Córdoba. Otras puertas que se abren en este, como en anteriores, Jueves Santo de luz y calor. Un día marcado también por la numerosa afluencia de público en las calles de una ciudad que respira incienso por doquier. Comienza el recorrido de la hermandad de la Sagrada Cena, con esa perfecta conjunción de elegancia y alegría. La alegría que es sabor de barrio, en este caso de un Poniente entregado. Como es habitual. Un gentío se reúne también en torno al gran Misterio que preside Nuestro Padre Jesús de la Fe, que en un futuro muy cercano va a caminar por Córdoba con la presencia de María Santísima de la Esperanza del Valle bajo su palio. Lo que dura un suspiro es un momento, pero éste de algún modo es imborrable.

Como ese suspiro que surge ante el imponente Crucificado que llegara desde Puebla de los Ángeles. No pudiera tener mejor nombre el lugar desde el que procediera hace casi cuatro siglos el Señor de los esparragueros. A las siete y veinte de la tarde, aún con un cielo de abril celeste y abierto y con la brillantez de un sol que poco a poco pierde su fuerza ante la que cobra la devoción, el Santísimo Cristo de Gracia pisa su plaza. Abarrotado está el Alpargate, donde entre el murmullo y mientras el cortejo termina de salir de la parroquia de Santa María de Gracia y San Eulogio (Trinitarios) llueven tres saetas. Los lamentos hechos arte en un escenario que es, como cualquier otro de los ya nombrados, cumbre de un Jueves Santo que es mucho más que un simple instante. Cuando la luna advierte del cambio de día, el popular Esparraguero cruza la segunda puerta de la Mezquita Catedral. El cartel de Semana Santa es toda una realidad.

Los sueños parecen instantes sueltos y sencillos de olvidar cuando uno abre los ojos. Pero del mismo modo son esos objetivos que uno consigue alcanzar sólo a través del compromiso y la constancia. El Jueves Santo se escapa con la grata sensación de la corrección horaria casi total. Es a partir del paso de la Sagrada Cena cuando un ligero retraso aparece en Carrera Oficial. No importa, la noche quiere ser eterna. La ciudad permanece despierta también cuando arranca la Madrugada, que por fortuna mantiene presente la hermandad de la Buena Muerte. Algún minuto por encima de las doce de la medianoche, el silencio estremece en la plaza de San Ignacio de Loyola, ante la Real Colegiata de San Hipólito. Del interior del templo sale imponente el Santísimo Cristo de la Buena Muerte, legado de Castillo Lastrucci para Córdoba. También lo es Nuestra Señora Reina de los Mártires, que pisa discreta cada calle hasta la Mezquita Catedral. Todo es un instante y a la vez eterno. Lo efímero es para siempre.

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