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El comercio de cercanía en estado de alarma: ni salvoconducto, ni hogar del jubilado

Compras en un pequeño comercio | ALEX GALLEGOS

Juan Velasco

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Cuando uno entra a Frutas Jacobo, una de las cosas que más llaman la atención son los dos pupitres de madera que tiene a mano de derecha. No son para que los hijos del propietario estudien en plena cuarentena, si no más bien mobiliario urbano. Como un banco del parque, pero bajo techo. Un punto de apoyo donde los clientes se sientan habitualmente y echan un rato de cháchara con el frutero.

A Jacobo Ortiz, el propietario de este comercio del Barrio de la Fuensanta, le saluda todo el mundo que pasa por la puerta. Él también los saluda desde detrás de las bandejas de fruta y verdura y les sonríe debajo de la mascarilla. A través del cristal. Porque los pupitres que antes eran de acceso público ahora están reservados para clientes como la mujer que ha llegado con un andador y ha descansado mientras Cati, la empleada de la frutería, la atendía.

“No he quitado los pupitres pero estoy cada dos por tres diciéndole a la gente que no se pueden sentar. Ayer llegó un hombre y se sentó. Le dije: '¿Qué haces?'. 'Entretenerme', me contestó”. Jacobo tuvo que explicarle lo que el hombre ya sabía, que las cosas han cambiado y que esto no era el hogar del jubilado y ahora uno tiene que entretenerse en casa.

Son las 11:00 de la mañana en el barrio y los metros sobran menos de lo que debieran en pleno estado de alarma. Conviene recalcar que pocos barrios hay más bulliciosos y cercanos en Córdoba que éste, con una densidad de población de 204 habitantes por hectárea según informes municipales. Los vecinos se saludan, se conocen, se detienen en la calle a charlar.

Y muchos de ellos frecuentan la frutería de Jacobo, que acogió con alivio la noticia de que estas semanas iba a poder abrir su negocio, sin saber que iba a tener que hacer de policía constantemente. De “no me toque usted la fruta por dios señora” a “no me entres en la frutería que hay que guardar la distancia”, pasando por preguntas sin respuesta como “¿por qué salen ustedes de dos en dos a comprar?”.

Jacobo no lo cuenta cabreado porque su estado natural es estar bromeando constantemente con sus clientes, a los que de algún modo puede llegar a entender. Sin embargo, a la vista de la poca comprensión o respeto que encuentra en algunos de ellos, ha optado por cerrar durante la tarde y así evitar estar constantemente dando sermones. Respuesta: “Uno que me dice que si iba a cerrar, pues se iba a dar una vuelta a ver si se encontraba un bar abierto”.

Más o menos la misma película se vive en Frutería Romero, situada en el Barrio del Guadalquivir, un pequeño comercio de barrio con mucha clientela de la zona. Lo regenta Eva, una mujer de pelo rizado y sonrisa luminosa que reconoce que los últimos días han sido “de locos”. Para empezar, ha quitado las sillas donde habitualmente se le sientan los clientes.

Como ocurre en la Fuensanta, en su caso la mayor parte de las llamadas de atención es a las personas mayores, que o no se enteran o no quieren enterarse. José, su ayudante en la Frutería, dice, en tono más conciliador que realista, que la gente se está portando bien. En cualquier caso, para evitar problemas, tienen todo señalizado con carteles en los que se puede leer “2 clientes máximo” o “De la tienda a la casa”. Porque Eva y José han empezado a repartir a domicilio, para evitar que las personas salgan de su casa y se respete el estado de alarma.

“Yo estoy trabajando para que la gente compre y que lo haga en el barrio. Pero yo tengo a mi marido y a mis hijos confinados”, explica a su vez Mercedes León, propietaria de una pequeña panadería en la Fuensanta, junto a la Frutería de Jacobo. Mercedes solo vende pan estos días. “Ni café para llevar pongo”, explica la mujer, que también se va acostumbrando a ver siempre a los mismos saltarse el confinamiento.

Así que agradecidos de poder tener abierto el negocio, con miedo por estar expuestos al contagio, y resignados ante las actitudes más incívicas, los propietarios de estos comercios van contando los días para el final del estado de alarma. Cuando ese día llegue, se pondrán a contar anécdotas de aquellos días extraños en los que, para algunas personas, ir a la frutería fue un salvoconducto para pisar la calle a buscar, durante un rato, la normalidad que les arrebató un virus desconocido.

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