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In situ
La ciudad congelada

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Lleva días helando. Lo sé porque mi ropa, la ropa que dejo preparada cada noche para vestirme a prisa antes de ir a trabajar, está como un témpano. No necesito consultar el termómetro para saber que hemos descendido por el umbral de los 0 grados; sólo tengo que mirar a través de la ventana y observar a mi vecina esmerarse en retirar el hielo de la luna delantera de su coche antes de arrancar.

Hoy, los techos de los coches parecen nevados, las alcantarillas exhalan el aliento de los bajos fondos y la hierba del descampado está petrificada por el frío, robando la poca intimidad que les queda a las mascotas del barrio cuando bajan al baño. Aún no he puesto un pie en la calle y ya siento que se me hielan la nariz y los pies. Yo siempre tengo frío en la nariz y en los meñiques por mucha mascarilla y calcetín que use.

Desde la ventana esa sensación es sólo eso, una sensación. En un rato, cuando abra para ventilar, sí será verdad, pero, hasta entonces, los muros, el doble acristalamiento y el techo mantienen mi habitación a una temperatura soportable. Este año no he enchufado los radiadores. Sencillamente no me puedo permitir una sorpresa facturada. Mi afición a la montaña me ha salvado y ahora transito por el pasillo hasta la cocina pertrechada como si estuviera a punto de hacer cumbre.

Salgo a pasear con mi perro. Caminamos por el Parque de La Asomadilla y desde arriba caigo en la cuenta de que no son sólo los techos de los coches los que se han congelado esta mañana. Mimetizadas con el paisaje del polígono veo las casas de las familias que viven junto al Ecoparque de Fuente de la Salud. Me pregunto cómo pasarán estas noches.

He pasado la mañana en la oficina con esa idea en la cabeza ¿cómo puedo bromear con la temperatura de mi casa o encontrar belleza en el hielo que tiñe de blanco el parque cuando mis vecinos soportan las heladas apenas protegidos por una chapa?

Al regresar a casa vuelvo a pasear con mi cachorro, pero esta vez no le dejo dirigirse al parque. Camino directa hacia el Ecoparque. A pie de calle ya no es tan fácil ver las casas, ocultas por unas descomunales vallas publicitarias. Es como si un muro quisiera ocultar su presencia ¿o será para preservar su intimidad? Por debajo de una de esas vallas veo asomar la cabeza de un pato. No es el único ave: gallinas, pavos y gallos componen un improvisado corral en mitad de la ciudad. He conversado un rato con el cabeza de una de esas familias, he entendido su vida y he visto en él el orgullo de un padre, el amor de un compañero y la preocupación, el temor de quien se siente extranjero en una ciudad que es tan suya como mía.

No voy a escribir su nombre ni el de su familia, no voy a contar las anécdotas que me ha narrado y con las que he reído a carcajadas. Esto no es periodismo informativo, esto es contar la vida y la de este hombre es, como la de cualquier hombre, la de alguien que quiere cuidar de los suyos, trabajar y vivir. Nada que no hayamos contado o dibujado antes en este mismo espacio.

Hemos seguido paseando. De lejos veo a una mujer recoger agua en la fuente. La ayudan dos adolescentes de sonrisa y miradas amables. Al fondo, un grupo de criaturas chutan un balón con un bocadillo en la mano. Es la hora de la merienda, antes de hacer las tareas, antes de que se eche de nuevo la noche.

Apenas un par de kilómetros de allí otro grupo de casas como las de mis vecinos se esconden en uno de los rincones de otro polígono junto al río Pedroche. Tener agua corriendo junto a tu casa puede ser una ventaja buena parte del año, pero en estas noches frías… Una de las mujeres que a esas horas preparan la cena, bromea: “El ruido relaja, ayuda a dormir”.

Allí la dejo, entrando en su barrio, haciendo su vida, como la de cualquier mujer, la de alguien que quiere vivir. Con sus cosas, cosas de otras mujeres de otros barrios. Nada que no hayamos contado o dibujado antes en este mismo espacio.

Empieza a anochecer. Hace frío en esta ciudad calurosa.

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