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Buñuelos

Juan José Fernández Palomo

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Allá por el siglo XVI a unos cuantos jesuitas portugueses les dio por irse a Japón a intentar convertir al cristianismo a los desviados nipones. Allí rebozaban con harina y agua vegetales y pececitos en tempura ad cuadragésima, es decir, durante cuarenta días antes de la Semana Santa que excusa esto. Como el nipón es, de natural, muy copión, asimiló la técnica culinaria y se la puso por bandera (aunque la suya oficial sea un puntazo).

La tempura parece así un cante de ida y vuelta: nuestros hermanos con los que compartimos la Balsa de Piedra llevaron el buñuelo allí y el japo nos lo telegrafía hasta aquí para que cocineros, perdón: chefs, nos lo sirvan como si hubieran inventado la rueda, la telegrafía sin hilos y el metacrilato juntos.

Me acuerdo de estas cosas porque el otro día unos amigos me obligaron a entrar a un gastrogarito con pretensiones donde me sirvieron bacalao en tempura. Vamos, un buñuelo de toda la vida con el bacalao todavía sumergido en las costas de las Islas Feroe. La nada frita, resumiendo.

Aquellos jesuitas acabaron malamente: el cinco de junio de 1597 fueron martirizados, crucificados y, piadosamente lanceados por los japoneses que se llevaron también por delante a un paisano converso: San Pablo Miki.

Fue a las afueras de Nagasaki.

El 9 de agosto de 1945, un B-52 norteamericano, quiero decir, aliado, dejó caer una bomba atómica allí mismo, en Nagasaki, y fulminó a más de 50.000 personas, dejando a varias generaciones de tullidos.

Lo mismo un clan japo crucifica frailes turistas que, después, un pájaro de acero insemina uranio en la plaza del mismo pueblo. Qué cosas tiene la historia.

Sin embargo, mis amigos y yo no llegamos a tanto y nos limitamos a pagar religiosamente la racioncita de buñuelos fantasmagóricos. Los tiempos cambian.

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