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Ciencias humanas

Elena Medel

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Las ciencias exactas: qué cosa.

Qué cosa que un número equivalga a un número sin matices posibles, bajo el criterio firmísimo de la impepinabilidad: seis es igual a seis, y seis no puede ser igual a cinco ni a siete ni a seis con algo, porque en ese caso se transformaría en cinco o en siete o en seis con algo. Esto lo aprendes en el colegio y en años sucesivos lo experimentas con la calculadora. Ahí se te queda.

Según esta ley antigua, la mujer cuenta hasta doce: uno, dos, etcétera. No se suceden los números, uno y dos y etcétera obviando la respiración entre uno y dos y etcétera, sino que entre cifra y cifra media un gesto: se detiene, examina si la castaña se ha abierto con el fuego. Salva las buenas en el cucurucho de papel blanco, y en ese caso cuatro y cinco y etcétera, y desecha las malas, y entonces silencio hasta la próxima. Es joven y le acompaña un chico de su edad: se les gasta cada tarde en la esquina del Parque de los Teletubbies con Sagunto, y cada tarde cuentan uno y dos y etcétera y en ocasiones transforman la media docena en siete castañas y la docena en trece. Ella nunca abandona la sonrisa. Ella actúa según una disciplina de la vida que escapa a las matemáticas: multiplica panes, peces y castañas.

Se barajan así los números, uno, dos, etcétera, mencionándolos en voz alta, y si el cartucho de castañas encierra seis es seis, y no cinco ni siete ni seis con algo, por mucho que sume siempre uno a la cifra que le pides. Yo el miércoles también conté en mi barrio. Yo conté, al pasear hacia la manifestación, los negocios con la persiana bajada. Cerraron las dos cafeterías frente al instituto y cerró la frutería. Cerró el estudio de diseño gráfico, cerró la papelería, y también la peluquera. Al torcer la esquina y olvidar mi manzana me fijé en las tiendas de ropa, una en cada acera, cerradas, y en otro bar cerrado, y en las cafeterías abiertas, y en los colmados y en el súper y en los quioscos de chucherías también abiertos, quizá porque el lenguaje del estómago obedece a una ciencia difusa.

Me callé los números pero me fijaba y contaba con la mano en el bolsillo, uno es el pulgar, tres el dedo corazón, cinco el meñique, igual que los niños la disfrazan de ábaco: cerró la tienda de complementos y el locutorio y el gimnasio, o no, o estos no, porque también cerraron el martes, y el jueves, y mañana lunes, y todos los días en el futuro y en el pasado desde que la crisis se les derramó.

Lo pensaba, no sé por qué, caminando por Sagunto y por Ollerías y por Tejares y fijándome en los comercios que no bajaban la persiana y en los que sí, uno, dos, etcétera. Pensé que los locales vecinos cerraron por solidaridad con aquellos con los que compartieron horario y saludos, y que se marcharon a casa y cierran cada día, y me pareció mentira, por supuesto,, pero a la vez me pareció bonito, y no estamos como para desechar esa sensación.

Pensaba no en los números, sino en los gestos. En los pequeños empresarios a los que se prometió alfombra roja y que solo reconocen ese color en las cifras de la cuenta bancaria, y que sin embargo el miércoles decidieron cerrar su negocio y protestar, aunque perdieran dinero y algún cliente en desacuerdo con la huelga. En los trabajadores que asumieron riesgos, y dieron el paso casi al grito de «por mí y por todos mis compañeros»: esto lo aprendes en el colegio y en los años sucesivos se te borra. Pensé en la castañera que separa las buenas piezas de las malas, y elige la honestidad frente al mayor beneficio, y con esa decisión convierte su puesto en el mejor de los lugares, que está en mi barrio y tiene cola siempre. Pensaba en las ciencias humanas, supongo, más en el adjetivo que en el sustantivo: en las decisiones que uno toma por sí mismo, claro, pero sobre todo por los demás, y que mejoran el mundo.

Las ciencias humanas, ¿no? Inexactas y mágicas. Qué cosa.

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