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Luto

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José Carlos León

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Desde que el hombre es hombre, y probablemente antes, tiene conciencia de la muerte, de su inevitable destino, de allá donde terminaremos todos. Al final, todos palmamos, no hay otra. Blancas o negras, todas las fichas terminan en la caja. De hecho, esa es una de las características del homo sapiens, darse cuenta de su temporalidad, de que no estará vivo siempre. La muerte nos acompaña desde el principio del camino. Esto ha sido siempre un drama terrible para el ser humano, que a lo largo de su vida tendrá que enfrentarse a las pérdidas y los duelos que siguen a la muerte. La humanidad se ha sentido aterrorizada y fascinada por la muerte, por saber qué habría después (si es que hay algo), y por eso siempre han existido ritos fúnebres, porque habita en nosotros la conciencia de que el difunto debe ser acompañado y honrado en su último viaje. Se da en todas las culturas y seguramente es otro de los rasgos que nos hacen humanos.

Las últimas investigaciones en etología muestran que los animales también tienen conciencia de la muerte y que expresan su sufrimiento ante la pérdida de un semejante, pero lo que nos hace diferentes es el recuerdo que rodea ceremonias como llevar flores o limpiar una lápida. Cees Nooteboom es un hispanista holandés que durante años ha recorrido el mundo visitando las tumbas de poetas famosos y tras sus viajes llegó a la conclusión de que detrás de lo irracional “en algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella. La persona ya no existe, pero las palabras y los pensamientos permanecen”. Y es que honrar significa precisamente que ese nadie, esa persona que ha abandonado esta existencia, se convierta en alguien: mostrándole respeto, consideración, ofreciéndole reconocimiento y un lugar en la familia y en la sociedad.

Y eso es lo que deliberadamente está faltando en esta crisis, que las víctimas se conviertan en alguien y que los muertos tengan nombre. Salvo decisiones aisladas, no existe luto oficial, no hay banderas a media asta, no hay símbolos, no hay señales, y la muerte y la honra a los fallecidos es un ámbito esencial en la simbología y la semiología para los seres humanos. El color de la corbata, el tono de los mensajes, el armazón detrás de una estrategia de comunicación… Aparentemente sólo son detalles, pero como se dice en deporte los partidos se deciden por los pequeños detalles que marcan la diferencia entre los estadistas y los miserables, entre los dirigentes que son parte de su pueblo y los psicópatas iluminados que viven al margen de su sociedad. Y esos mismos detalles están dejando clara la calaña de quien nos gobierna.

Se le suele atribuir a nuestro paisano Séneca aquello de que errare humanum est, pero pocos saben que el latinajo concluye diciendo que sed perseverare diabolicum. Equivocarse es humano, pero incidir en el error es diabólico, perverso y zafio. Por eso la falta de respeto a los muertos, a nuestros muertos, la cosificación de las víctimas y la banalización del dolor por parte del gobierno es indigna y cruel. Porque nada es casual, sino que pertenece a una medida estrategia de distracción, a una gran cortina de humo con ruedas de prensa, mensajes, palmitas y cancioncitas para esconder el auténtico drama de una crisis que nos marcará para siempre. Utilizar a los muertos es asqueroso, pero olvidarse de ellos es imperdonable e inhumano.

Hace 40 años, durante los años del plomo, también había otros muertos a los que nadie hacía caso. Eran las víctimas de ETA en el País Vasco, cuyos ataúdes salían por la puerta de atrás después de entierros clandestinos para no molestar, en muchos casos en dirección a algún pueblo de Andalucía donde una familia esperaba para llorar. Entonces lo normal era mirar para otro lado, cerrar la ventana y pasar página. Tuvo que llegar la ejecución de Miguel Ángel Blanco para que todos entendieran que la bestia no atendía a razones y que la sociedad supiera quiénes eran los buenos de la película. Hoy, los herederos de sus verdugos sostienen a un gobierno que también ha decidido mirar para otro lado, porque estos muertos no interesan. Puta casualidad.

Hemos asumido como una macabra normalidad el hecho de que mueran cada día 300 personas en España por el coronavirus. El dato ya no es portada en los periódicos y pasa casi de soslayo entre comparecencia y comparecencia, entre etapas de la desescalada y los números del descalabro económico. Hemos asumido la tragedia como algo cotidiano, el drama como esa nueva normalidad a la que nos vemos abocados. Quizás en ella perdamos algunos de nuestros rasgos humanos para convertirnos en autómatas siervos de un estado orwelliano donde el recuerdo no existe y el luto está prohibido. Allí no existirán ni las corbatas negras ni los crespones. Allí seremos felices.

En honor de los más de 25.000 fallecidos en España

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