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Y para empezar, lloramos

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José Carlos León

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Todos hemos visto en algún documental el emocionante nacimiento de un potro. No deja de sorprendernos que apenas un par de horas después del parto, y pese a lo inestable de sus patas, el animal ya se pone de pie y empieza a andar. Primero busca las ubres de la madre en un gesto innato, pero pronto empieza a explorar su entorno, a desarrollar su independencia y a buscar su hueco dentro de la manada, de su grupo, al fin y al cabo.

Esto sucede así porque tras un periodo de gestación similar en el tiempo al de los seres humanos, los mamíferos llegan al mundo con un alto grado de autonomía, preparados para valerse por sí mismos en un mínimo plazo de tiempo y a luchar por su supervivencia en un entorno que muchas veces es hostil. Es una mera cuestión de supervivencia, consecuencia de una carga genética construida durante millones de años y de la lucha de cada especie por su adaptación a la naturaleza.

Curiosamente, el único mamífero que nace sin esa autonomía es... el homo sapiens. A lo largo de la evolución humana, el gran salto que nos diferencia del resto de especies fue la adaptación al bipedismo, un pequeño detalle que permitió al ser humano enderezar su columna vertebral, caminar erguido gastando menos energía que si lo hiciera a cuatro patas y, sobre todo, liberar las manos para manipular objetos. Fue el paso que llevó al homo sapiens a dominar el mundo.

A partir de ahí, la aparición del lenguaje, el fin del nomadismo y el desarrollo de la convivencia en sociedad fueron los grandes saltos que configuraron al hombre moderno, pero a cambio tuvo que pagar un peaje. El cerebro recogió toda la energía necesaria para todo ese proceso y eso provocó que aumentara de tamaño, agrandando por tanto el contorno del cráneo. El problema es que ese crecimiento obligó al homo sapiens a nacer prematuramente, ya que al reducirse el tamaño de las caderas en las hembras (otro resultado del bipedismo) el canal del parto no permitía el paso de una cabeza que alojara un cráneo completamente desarrollado.

El resultado es que nacemos antes de tiempo. Somos expulsados al mundo demasiado pronto, cuando nuestro cerebro (ni los pulmones, ni la vista ni tantos otros órganos) no se ha desarrollado por completo y, por tanto, sin la autonomía de ese potrillo. Un bebé no se pone de pie hasta el año de vida y hay algunos que no caminan con seguridad hasta los 18 meses. Somos el mamífero que llega a la vida con menor autonomía, con sus capacidades motoras menos desarrolladas... y con mayor dependencia de nuestros padres y de nuestro entorno.

Lo primero que hace un bebé cuando nace es llorar, pedir el auxilio de su madre para saciar sus necesidades básicas (alimento), pero también de las secundarias (seguridad, pertenencia…). La propia naturaleza ha hecho que desde que empezamos a vivir dependamos de otros, que necesitemos tantos cuidados maternos y busquemos soluciones externas, que nos lo den todo hecho. Lo sorprendente es que ese gesto tiene una enorme repercusión en nuestro desarrollo personal y en la forma en la que entendemos nuestra educación. Si el bebé no consigue algo llora hasta que llama la atención suficientemente para obtenerlo. Su tolerancia a la frustración es mínima y no desarrolla la capacidad para diferir los resultados, una cualidad que, como quedó constatado en diversos experimentos, es básica para aceptar el valor de la persistencia en el esfuerzo. El problema no es que cuando somos bebés lloremos para conseguir algo, sino que hemos entendido que se trata de una estrategia válida y cuando con 30 o 40 años nos enfrentamos a un contratiempo seguimos llorando, esperando que mamá, papá Estado o quien sea nos solucione la papeleta.

Eso, proyectado unos años después, marca la forma en que el niño, el cachorro de ser humano, encara el reto del aprendizaje. Primero sucede en el entorno educativo, pero luego es extensible a todos los ámbitos de la vida. Aprender cuesta, no es sencillo, pero te voy a plantear algunas preguntas: ¿Cuánto insistes en aprender algo? ¿Cuántas veces intentas algo una y otra vez hasta que lo consigues? ¿Dónde está tu umbral de tolerancia a la frustración? ¿Cuánto eres capaz de esperar hasta obtener una recompensa? Si encuentras las respuestas adecuadas, puede que halles el camino para perseguir tus metas a pesar de que todos hayamos llegado al mundo de forma prematura.

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