AirBnb y la vida que imaginamos
Lo confieso: tengo un apartamento turístico. Soy culpable, lo reconozco. He hecho una inversión para tratar de ganar dinero, saco más que con un alquiler tradicional y si pudiera me compraba un par de ellos más. Sí, lo reconozco, soy un capitalista de mierda que atenta contra los beneficios de nuestro querido sector hotelero, ese que te casca 150 pavos la noche y se queda tan ancho, un adalid de la gentrificación y, por extensión, un facha de lo peorcito que hay. Así se encargan de recordármelo cada dos por tres algún que otro compañero por aquí presente y sus compadres del triprogresito saliente, siempre tan preocupados por controlarnos la vida, construir una ciudad mediocre a la altura de su limitado talento y decirle a todo el mundo lo que tiene que hacer, aunque a las primeras de cambio se compren un casoplón. Pero como dice Pedro García, eso es una interpretación “a mi puta bola”.
El caso es que con la herencia que me dejaron mis padres y otra fidelización vitalicia de mi banco compré un pisito cerca de la Facultad de Derecho. Segunda planta sin ascensor, 60 metritos y dos dormitorios, pero muy aprovechadito y muy cuqui, gracias al buen gusto de mi mujer y a la impagable sección de decoración de Ikea. En el precio venían los chavalotes del tercero que perfuman todo el bloque con sus porros y mi vecina de enfrente, una choni que se encarga de poner banda sonora a la escalera con reggetón a volúmenes inadmisibles para la OMS. Pero eso no lo pongo en el anuncio.
La cuestión es que va bastante bien, mejor de lo que esperaba, y eso que lo tenemos bastante baratito. Sinceramente, creo que además es interesante para dinamizar una parte de la ciudad que salvo en Patios y Semana Santa queda fuera del circuito turístico, dando una opción económica de pernoctar (y gastar) en la ciudad a unos visitantes que de otra forma jamás hubieran sopesado venir a Córdoba. Intentamos dar un trato cercano, con recomendaciones que han hecho que gente de Singapur flipe con el patio de la Calle Trueque o que una familia canadiense se vaya a casa con el regusto del vermú de Sociedad Plateros. Suplimos con cariño y detalles lo que el apartamento no tiene, y por lo general la gente lo está valorando. Una vez que te metes en el universo AirBnb empiezas a ser rehén de las opiniones y evaluaciones, las notas que los huéspedes ponen a tu alojamiento y que al fin y al cabo te posicionan en el buscador aumentando o disminuyendo las posibilidades de reserva. El boca a boca de toda la vida a nivel global. Y aquí viene lo curioso.
Durante los primeros meses la inmensa mayoría de evaluaciones eran de cinco estrellas, la máxima puntuación. Los huéspedes hacían un balance de su experiencia personal, del precio pagado y de los servicios recibidos, y la sensación era que se habían llevado más de lo que esperaban, por eso su valoración es excelente. Ese es el secreto de todo negocio, generar la satisfacción del cliente y la fidelización. Dicho de una forma sencilla, los huéspedes habían visto cubiertas y superadas sus expectativas. El problema viene ahora, porque aunque lo que ofrecemos sigue siendo exactamente igual, los nuevos visitantes vienen con la idea de que nuestro modesto apartamento es un cinco estrellas, y quizás lo que encuentran no es lo que esperan.
Y esta es la clave, porque los seres humanos vivimos permanentemente en un mundo en expectativa, en el mundo que imaginamos cómo va a ser o incluso cómo creemos que debería ser. De hecho, unas vacaciones comienzan en el momento en el que empiezas a pensar en el destino, en que reservas un alojamiento o buscas información de qué ver, qué hacer o incluso qué y dónde comer. En ese momento nuestro cerebro empieza a construir una experiencia ficticia basada en la expectativa que luego, una vez llegado al destino, entra en contraste y comparación con la experiencia real. Ahí puede llegar la satisfacción (si existe un balance positivo entre la expectativa y la experiencia) o la frustración, generada no por la realidad en sí misma, sino por esa frase tan manida de “esperaba algo más”.
Todo lo que hacemos en la vida tiene una expectativa. Todo. Cuando vamos a una ciudad, a un restaurante nuevo, a ver una película o conocemos por primera vez a una persona ya se ha construido en nuestra mente una historia acerca de cómo será o, más aún, cómo tendría que ser para que fuera de mi agrado. Quizás te ha decepcionado un restaurante que te habían recomendado efusivamente, pero quizás ese “no es para tanto” no tiene tanto que ver con la calidad de la comida o el servicio, sino de lo que tú esperabas de esa experiencia.
Y esa expectativa es fundamental para explicar nuestros resultados. Ya lo explicaron en la década de los 70 Jacobsen y Rosenthal al hablar del Efecto Pigmalión, es decir, la expectativa que generamos acerca de los demás, y del Efecto Galatea, la expectativa que tenemos de nosotros mismos, de los resultados que podemos conseguir, de lo que somos capaces. Ambas teorías hablan de nuestras creencias, de nuestros falsos techos de cristal, de cómo condicionamos nuestras propias acciones y también cómo juzgamos a los demás por el deseo de tener la razón, de cumplir nuestras propias expectativas y de hacer realidad eso que denominaron la profecía autocumplida.
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Hoy te has levantado con alguna expectativa, con la que sea. Con que sea un día estupendo, con que sea un día normal o con que sea un día de mierda. Esa expectativa es libre, la has elegido y la construyes tú con cada acción, y es una pequeña trampa de tu cerebro que puede terminar haciéndose realidad, tanto para bien como para mal. Así es como las expectativas condicionan nuestro día a día hasta el punto de marcar eso tan complicado que llamamos felicidad. Hace un par de años, Mo Gawdat, un ejecutivo de Google que llevaba años trabajando en qué era eso de ser feliz, perdió a su hijo Ali con sólo 21 años. Entonces, Gawdat entendió que la felicidad es igual o mayor que los acontecimientos de tu vida menos su expectativa de cómo debería ser la vida. Como cuando reservas por AirBnb.
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