Crecí en los 70 bajo la influencia de la Señorita Pepis, un set de maquillaje para niñas del que arranca un amor interminable por el rojo de labios y el khol enmarcando la mirada. Las tendencias y la moda, la cosmética y el sublime arte del perfume me interesan con una pasión que solamente los adictos sabemos reconocer. Y sí, somos cientos de miles de personas -por cierto, muy distintas en edad y características sociales- para quienes la moda es una motivación, un bálsamo, un acicate, un exquisito pasatiempo. Ahora que Internet y las redes sociales han incendiado el mundo con la revolución fashionista, por qué no echar más leña al fuego desde las páginas de CORDÓPOLIS.
Terroríficas cosas
Estaba helada. Muerta de frío. De toda la jornada envuelta en una cazadora sobre varias capas de ropa y chaquetón exterior de piel sintética, voluminoso, como de andar por la estepa rusa y los escenarios de Doctor Zhivago. Encendí la televisión. Me puse Frankenstein, de Guillermo del Toro, con sus inmensidades de hielo y nieve, y la metafísica soledad polar de la criatura, el monstruo, este del cineasta mexicano quizás más parecido al Adam de Mary Shelley, vagando por tierras congeladas… Y se operó el milagro: el bajo cero de la ficción había mejorado mi estado térmico y anímico general.
Luego he pensado en el modo en que la fábula, el cine, la literatura, las historias inventadas o recreadas o vueltas a contar, ayudan a pasar los tragos de la vida, potencian nuestras felicidades, cultivan nuestras inteligencias y hacen que nos emocionemos (ese brillo en los ojos de lagrimita o la gota redonda resbalando por la mejilla) o que nos dé la risa sanadora, contagiosa revolucionaria.
Siempre me gustaron las pelis de terror clásico, la ciencia ficción, 2001: una odisea del espacio, Nosferatu… Pero esta frecuentación últimamente ha ido a más, y este invierno lo recibiré enganchadísima a contenidos terroríficos: desde la citada y reciente Frankenstein a todo Demogorgon, Vecna, dráculas y muertos vivientes que surjan, pasando por el terror psicológico de La invasión de los ladrones de cuerpos o de Al final de la escalera.
¿Modas?, ¿tiempo de manta y peli?, ¿nostalgias de cuando Expediente X y Twin Peaks? No. En realidad, sé los motivos de mi renovado apego al género del miedo.
Abrazo el terror de mentira por las veces (siempre demasiadas, siempre insoportables, siempre dolorosas) que la realidad se vuelve o la hacen (sobre todo la hacen, la hace la gente presuntamente criminal y sin corazón) aterradora, desgarradora, desmoralizadora, agotadora, destructora.
Porque, claro, sabemos que deben causar miedo e inconmensurable indignación cosas terroríficas que leemos estos días en torno a la instrucción judicial del caso de la dana de Valencia con 230 víctimas mortales, el Hospital de Torrejón de Ardoz y la destitución de los profesionales que denunciaron que allí presuntamente se pedía discriminar a las personas enfermas que iban a generar más gasto sanitario, los fallos en el cribado de las mamografías y su contexto andaluz, las consecuencias de considerar los derechos y lo público como campo para el negocio y el expolio, lo que se tarda en descubrir y denunciar a un cargo que presuntamente acosaba a mujeres de su equipo o entorno laboral del partido.
Como terrorífico es también que la FIFA premie a Trump como si fuera un santo laico, y que allí mismo el inquilino de la Casa Blanca aconseje volverse ultra a una Europa que a él no le gusta por diversa y colorida, pues viene el coco de perder nuestra identidad europea.
Como mucho más es de estar con la sangre helada, y el corazón galopando de lágrimas y furia, lo ocurrido después de la reunión en Naciones Unidas sobre Palestina. ¡Qué pronto ha comenzado a difuminarse la herida aún sangrante y aún impune del genocidio en Gaza! Y estas cosas llevan, en consecuencia, al triunfalismo de quienes usan la fuerza y se jactan de su matonismo. No hay más que asomarse a EE.UU. y los zafarranchos contra los derechos de las personas, contra el funcionamiento de las instituciones, contra la investigación científica y contra la salud, entre otros, con los que, pieza a pieza, el presidente está amenazando a la democracia y la posibilidad de un orden mundial que busque la cooperación y el diálogo a toda costa. Uno de mis terrores reales es que Trump nombró ministro del ramo sanitario a un señor antivacunas, y ya se está notando para mal.
Como terrorífica es la carrera de la inteligencia artificial tal y como se está llevando a cabo: sin dirección común, sin visión global, sino como una apuesta ultracompetitiva de codicia, afán de poder y consumo masivo de energía que pone en riesgo al planeta y sus habitantes. Porque ya sabemos que gentes multimillonarias están construyendo su criatura (a nuestras espaldas) como hizo el doctor Frankenstein.
En nuestras manos está dar un puñetazo en la mesa de la globalización y moldear una realidad sin horrores. Usemos la inteligencia ética. Ella es el camino para esa inteligencia general y esa autoconciencia de las redes neuronales que podría generarse entre tantísimo ChatGPT y compañía, dicho con todo respeto, por si esto lo leyera una IA.
Nota: Las menciones a marcas y productos no llevan aparejada ninguna contraprestación
Sobre este blog
Crecí en los 70 bajo la influencia de la Señorita Pepis, un set de maquillaje para niñas del que arranca un amor interminable por el rojo de labios y el khol enmarcando la mirada. Las tendencias y la moda, la cosmética y el sublime arte del perfume me interesan con una pasión que solamente los adictos sabemos reconocer. Y sí, somos cientos de miles de personas -por cierto, muy distintas en edad y características sociales- para quienes la moda es una motivación, un bálsamo, un acicate, un exquisito pasatiempo. Ahora que Internet y las redes sociales han incendiado el mundo con la revolución fashionista, por qué no echar más leña al fuego desde las páginas de CORDÓPOLIS.
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