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Todos soñábamos

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Antonio Agredano

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Llegábamos con prisa a la plaza. Dejábamos las sudaderas amontonadas: cuatro montañitas de trapos que harían de palos en las porterías imaginarias. El travesaño estaría tan alto como el salto más potente del portero. A veces negociábamos los goles. Dar por bueno un balón que iba muy alto sentaría un mal precedente si teníamos un portero demasiado bajito. Éramos muy pequeños pero ya teníamos todo eso en cuenta. El fútbol parecía sencillo. Nos auto-arbitrábamos con buena fe. El dueño del balón tenía preferencia en el lanzamiento de penaltis y faltas. Si llegaba uno tarde se unía al equipo que iba perdiendo, para compensar. El tiempo no nos obsesionaba, y cuando ya iba anocheciendo y tocaba volver a casa, fiábamos el partido a un gol único. Quien marque, gana. Ignorábamos el trabajo hecho, las goleadas o las heroicidades anteriores, y empezaba un nuevo partido que se decidiría con el tanto luminoso y definitivo. Todos soñábamos con marcar ese gol. Todos soñábamos.

La infancia es compleja, pero el fútbol allanaba el camino. Las peleas endulzaban el carácter. Nadie quería perder. Perseguíamos la victoria y en su búsqueda nos llegaba el flato, un pinchacito agudo en los gemelos o desolladuras en las rodillas. Los parches alargaban la vida del chándal. Nadie tenía camisetas de sus equipos. Eran tiempos de amarras y abanderado. De mercería de barrio. Las zapatillas siempre se rompían igual, la suela se iba despegando poco a poco del cuero. A veces, un niño salía disparado del campo para darle un beso a su abuela, que pasaba por allí y miraba fijamente a la marabunta para ver si por ahí andaba su nieto. Si nos hacían gol en ese momento, si el rival aprovechaba la superioridad, no pasaba nada. Era su abuela. Le había dado cinco duros. Pasaba el verano de las estampas, pasaba el verano de Camy, pero quedaban muchas chucherías que devorar tras el esfuerzo. Azúcar. A peseta la gominola. Todos soñábamos con ganar esos partidos. Todos soñábamos.

La noche caía sobre las azoteas del Parque Figueroa. Empezaba el éxodo. Siempre volvíamos corriendo a casa, con la urgencia de la ducha, la cena y el brasero. Preparar la mochila para el colegio. Acelerar los minutos para que ya fuera el día siguiente por la tarde y poder echar otro partido en la explanada que da al Club Figueroa. Desde la que se contemplan las dos fases del barrio, silenciosa e imaginariamente enemistadas. No recuerdo ver fútbol, sólo jugarlo. No recuerdo ni las caras ni los nombres de aquellos niños, sólo estoy yo pateando un balón o tratando de atajarlo.

Ya no se puede jugar al fútbol en esa plaza. Lo descubrí el sábado pasado. Paseaba con mi hijo y vi un cartel que me heló la sangre. El fútbol ya tampoco es el mismo. Ya nadie sueña. El Córdoba perdió contra el Lorca. Fue el partido más feo de la historia. El rosa de la camiseta de Kappa añadía dramatismo al espectáculo. Con lo fácil que parecía en la infancia este deporte de niños persiguiendo un balón. La familia González se irá y dejará a nuestro equipo en Segunda B. Segunda B. Son palabras que me cuesta pronunciar. “Segunda B”. Las escribo con urgencia, apartándolas pronto de mi cabeza. Las tapo con mantas de esperanza improvisada. No. Ya nunca más a Segunda B, pienso. Pero me vienen las fotografías del último partido. El remate de Caballero. Las lagunas de Pinillos. Como un castillo del terror de raíles que crujen y muñecos de metal que se acercan entre chasquidos y sirenas.

No sé si Merino tiene la solución. No sé si Merino, si quiera, sabe cuál es el problema. Si mi opinión vale de algo, creo que al vestuario le falta jerarquía. Hay un puñado de futbolistas de futuro que, cuando las cosas han ido mal, se han puesto nerviosos y ya no les sale nada. Hay vértigo para unos y cansancio para otros. No agotamiento físico, sino hartazgo. Javi Lara me entristece. Volver nunca estuvo tan inyectado de amargura. El Córdoba ha gestionado como solo un loco lo haría. Ha regalado a Deivid y Antoñito. Ha gastado casi un millón de euros en dos futbolistas que no están funcionando, como son Jona y Romero. Se le dio un verano entero a Carrión pero la confianza sólo les duró un puñado de jornadas. Merino, de momento, no ha mejorado lo que vino a sustituir. Quizá el problema no sea de entrenadores, sino de planificación, de diseño de plantilla, de elección en los canteranos cedidos y en los que se quedaron, de instalaciones. Y mientras tanto, la grada rota, el estadio frío y una sensación de abatimiento y condena que ha convertido el brillante blanco y verde en un pestilente gris que lo envuelve todo.

De noche reinventábamos el partido antes de dormir. Las ocasiones falladas. La estirada inútil. El penalti que se alejó del montón de sudaderas, la tímida riña de un amigo. Cuando la derrota había sido inapelable, imaginábamos otro partido. Uno completamente nuevo, sobre el césped de nuestra imaginación. Allí ganábamos siempre. Allí marcaba tantos goles como el sueño me permitía antes de atraparme en su cálido abrazo. El fútbol era sencillo porque todos soñábamos. Pero ya no soñamos, ya sólo regresamos a casa con la cabeza gacha. O apagamos la televisión. O cerramos con tristeza el portátil. Y nos lanzamos a las tareas domésticas. O recordamos cómo era aquel fútbol en la plaza, en esa plaza en la que ya no hay niños pateando un balón, en esa plaza donde nadie sueña, esa plaza que todos recorren con urgencia y cotidianidad.

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