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Sientes mal

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Antonio Agredano

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Dijo Kapuscinski que “para ser buen periodista hay que ser buena persona”. Lo que no sabía el maestro polaco es que, para ser buena persona, era necesario apoyar a tu club de fútbol local. Por lo visto no hay mayor muestra de respeto, humildad y coraje que sufrir con el equipo cuyo estadio esté más cerca de tu domicilio. Sea el domicilio habitual o el domicilio familiar o al menos la casa donde uno pasó la infancia. Es en la infancia, ay dios, donde todo se decide. Y se le pide al niño, al garabato humano, al hedonista comegominolas, que elija equipo no en función de la victoria, la televisión o la glotonería del éxito, sino a través de los valores. De ese intangible en el que lo modesto se impone, en que el fútbol barriobajero y pragmático vale más que la chilena y los focos internacionales. Donde luchar por una plaza en Segunda B está mejor visto que alzar la Copa de Europa. Ese niño, viejo prematuro, hablando de superación y esfuerzo frente a compañeros que amontonan cromos de Primera. Ese niño, oscuro y esquinado, hablando del Dinamo Tbilisi mientras los otros tratan de imitar a Cristiano. Ojalá un Fifa con “Mazinger” Martagón en la portada o en vez de jugar al ´Emilio Butragueño´ en el Amstrad haber pasado las tardes de mi niñez echando partidas en el ´Avelino Viña´.

Hace tiempo que dejé de explicar con razones por qué soy del Córdoba o por qué simpatizo con el Madrid desde pequeño. Nadie merece semejante esfuerzo y, sobre todo, nadie se merece mis mentiras. Podría decir que el Córdoba es una apuesta por la modestia, por ese otro fútbol, por los valores familiares, el orgullo de un abuelo o una tarde de redención en El Arcángel. Pero no sería cierto. Jamás nadie habló del Córdoba en mi casa. No tenía familiares blanquiverdes. Una vez me llevó mi padre al campo y casi de casualidad. 0-0 quedaron contra el Sevilla B. Yo soy del Córdoba porque nací en Córdoba y de repente lo quise como quien toma una botella de agua fresca del frigorífico al volver de jugar en el parque, lanzando una bocanada de satisfacción en la soledad de la cocina. Soy del Córdoba porque me lo encontré en los bares, ya no tan pequeño. Y me gustó. Sentí al club como una parte más de esta ciudad que odio y amo como un Catulo del Hacendado. Como a una de sus calles o a estas plazas donde me besé a escondidas y machaqué la bolsa de hielos para mis primeros botellones. Era del Córdoba por Córdoba. Y aquí sigo. Sin dramas. Sin estridencias. Sin golpes en el pecho. Sufriendo como el que más. Hipotecando los fines de semana. Pagando religiosamente mi abono.

Simpatizo con el Madrid porque de pequeño mi tío Sebastián me regaló una camiseta del Madrid y ya no pensé en ningún otro escudo. Tan caprichosa es la identidad futbolera que su hijo, mi primo Sebas, que también recibió de enano una equipación blanca, es del Barcelona. No sé en qué momento se decidió por el azulgrana. Si en el patio del colegio o por mediación de algún vecino. Nadie le preguntó. Porque los colores son un juego y el sentimiento es lúdico, deslavazado, improvisado, rodariano. Luego se agrava, porque envejecemos, pero en la niñez todas estas decisiones son así, aspavientos y resoplidos.

Que todos los clubes son el mejor club del mundo para sus aficionados es algo que viene de siempre. Esto no es debatible. Es un sentimiento y me ahorro entrar en disquisiciones sobre lo que uno siente o deja de sentir, sobre la pulsión y la sangre no tengo más argumento que sentarme y observar mientras me acaricio la barba. Los equipos pobres hacen ostentación de su humildad y los equipos ricos sacan pecho con sus vitrinas. Los que ganan porque ganan y los que pierde porque pierden. En el sentimiento no hay límites, ni convenciones, ni contrapesas. Hay mucha tontería, pero eso es pecado inherente al fútbol. Un deporte vulgar, bruto, sucio y ruidoso que hemos querido convertir en una suerte de refinada danza llena de homenajes, relatos, rituales y florituras. De lo que se habla ahora es de otra cosa, de no poder ser del equipo que a uno le de la gana por catetismo o traición a la tierra. No hay nada más español que ponerle puertas al campo. Nada más español que decir a los demás cómo sentir con corrección.

El fútbol se juega con los pies. Ya debería darnos una pista sobre contra qué nos enfrentamos. Entre patada y patada surge la luz, que luego vuelve a morir sepultada. Chasquea el cuero, se suda la camiseta, se levanta el césped y lo fácil se convierte en imposible. Un penalti que se va al cielo o un pase que se pierde por la línea de fondo entre abucheos. Nos gusta así. Tan imperfecto y caprichoso. Como un amor indescifrable y salvaje. Como caer rendido por el cansancio. Ese alivio tan físico e inopinable. Tan orgánico e intenso.

En Fernán Núñez, donde viví tres años, había una peña del Athletic: la Peña Palante. Tan bonito me pareció que me fui con ellos de excursión a ver un partido en el antiguo San Mamés. Conozco a ingleses del Córdoba y conozco a cordobeses del Madrid y conozco a uno de Almodóvar que es del Sevilla y a otro de allí que es del Betis. Y Ángel, que era central del Miralbaida cuando yo jugaba, siempre fue del Atleti. Como el Miralbaida vestía idéntico al equipo colchonero, él salía al campo de albero con orgullo doble.

Cuando nació Fidel, el Sevilla nos mandó una cesta llena de regalos, con la equipación blanquirroja y un carnet de socio. Y ahí ha estado su padre vistiéndolo de perfecto palangana en los partidos importantes. Si sigo viviendo en Sevilla lo mismo se me hace bético, o mantiene su natal sevillismo, o impongo el cordobesismo así a lo suavón. Lo que tengo claro es que, sea del club que sea, los valores se los dará su educación y no la panda de jovenzuelos tatuados y bien pagados que defienden y defenderán la camiseta de su equipo. El fútbol es muy importante. Quizá lo más importante que hay después de las cosas importantes que hay en la vida. Tan importante que parte de sus pañales se los pago escribiendo de fútbol. Y eso sin hablar de su madre, que ha hecho del fútbol su carrera y profesión. Pero tan importante es que uno no debe tomárselo tan en serio. El fútbol, como la muerte, cuanto más trágico y lacrimógeno, menos creíble.

Yo en el fútbol soy malhablado y rencoroso. Tengo más fobias que filias. Odio a todo aquel que no vista de blanquiverde. No puedo ver a Cristiano desde aquel día en que se sacudió el escudito al ser expulsado en El Arcángel. Sólo le deseo noches de insomnio, maratones de Baby TV, que tenga que pelar las gambas con un padastro, que su vejez sea prematura y que le cambie el metabolismo y sus abdominales pasen de repente a ser blanquecinas lorzas y alguien lo ponga delante del espejo y le diga: esto por lo del escudito en Córdoba.

Por lo demás, no hay derrotas dignas. Sólo en la victoria soy feliz. He visto el campo lleno y el campo vacío. He visto la Primera y la Segunda B. Y ya sé que hay quien lo ha visto en Tercera. Hablo de lo mío. Porque este deporte es lo mío. Lo que para mí signifique. Lo que para vosotros signifique. Lo vuestro. El cojonismomoreno, el sudachochismo. Cada uno arrastra una historia. El otro día celebré con tibieza, en casa, con Fidel en brazos, los goles de Benzema. Pasado mañana celebraré los que le marquemos al Huesca. Desde mi piso se oyen los goles que marca el Sevilla en el Sánchez-Pizjuán. El otro día los cláxones de algunos béticos agitaron mi calle porque se habían clasificado para Europa. Creo que puedo llevarlo todo para adelante.

Había felicidad en Hugo Sánchez igual que la hay ahora con Sergi Guardiola. Había felicidad en las sudaderas amontonadas haciendo de porterías y la hay enchufando la play para echar un Pro. Hay felicidad en el Madrid, la hay en el Córdoba, en el Recre y en el Castellón. De Primera a Tercera. Y más abajo aún. En el césped artificial y los banquillos de gimnasio como improvisada grada. Más daño ha hecho al cordobesismo la gestión de Carlos González que las decenas de miles de madridistas y culés que habitan nuestros barrios. A veces buscamos enemigos fuera cuando los tenemos dentro. En cada pequeño club hay un sinvergüenza tratando de robarnos. No caigamos en la moralina del aspersor. El padre uniformado de blanco y verde que va por el Arenal camino del estadio con sus dos hijos de la mano es un tipo de aficionado y el señor que sólo ve los partidos de Champions del Madrid y se llama así mismo “madridista desde siempre” es otro tipo de aficionado. Los míos son como el primero. Pero ambos son compatibles. No se estorban. El fútbol es universal y absurdo. Habita en cada cual de una forma incomprensible. Sólo somos uno en la grada, ahí empezaremos a hablar de otra cosa. Lo que siempre me sobran en estos temas son aquellos que les dicen a los demás cómo deben sentir, cómo deben comportarse. Si deben aplaudir o no. Si pueden comer pipas o comprarse la camiseta rosa. Para ellos el fútbol es sólo una excusa más, un nuevo campito de batalla.

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