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Todos los Santos

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Antonio Agredano

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Cementerio significa dormitorio. Ojalá la muerte fuera una larga e inesperada siesta veraniega y no el rapto invernal e improvisado, la certeza oscura del adiós, ese frío que duele como el mordisco a un helado. “Es en otro país donde muere la gente”, escribió Anne Sexton, recordándonos que siempre queda algo pendiente tras la marcha. Que el dolor es tan profundo que nos parece ajeno, impropio. Una punzada extranjera en el corazón. Un turista que nos visita despistado.

Quise llevar a mi hijo al Cementerio de San Rafael para llorar con él en brazos. Mi abuela María, madre de mi madre, y mi abuelo Antonio, padre de mi padre, están enterrados allí. Aunque no es tierra lo que les envuelve, sino madera, cemento y mármol.

Fidel dormía. Pasaba una señora mayor con un cubo azul y estropajos. Luego un chico en chándal arrastrando una escalera. Flores polvorientas en el cubo verde de la basura. Plástico litúrgico. Prisa por terminar. Brochas que se desangraban blancas sobre el suelo, en las calles grises que ni un cielo pletórico pudo disfrazar. Los domingos son más azules en la infancia, como si con el tiempo una membrana de niebla los fuera cubriendo, como si el paso de los años les inyectara tormenta y apatía.

Antes de subir las flores, dejé a mi hijo que las manoseara un poco. Quería que el olor y el tacto de la nueva vida inundaran aquella naturaleza artificial y blanca. El ser humano está lleno de rituales y memoria. La carne es carne y el tiempo, finito. Pero la razón es tan ambiciosa, tan osada, que nos priva de sí misma para lanzarnos al recuerdo, al calor intangible, a la presencia lejana de quien nos amó. De Antonio, que crió a mi padre. De María, que crió a mi madre. Que compraron un piso en Parque Figueroa, donde mis padres estaban condenados a encontrarse. En ese amor que me trajo al mundo. A un mundo en el que hoy soy padre. Y vuelvo, a donde descansan sus cuerpos, para el abrazo transparente. Para el beso en la frente que nunca pudieron darle a Fidel pero que en ese momento imagino, como una película que solo se proyecta de ojos para dentro, en el cine imposible de los párpados.

“Lo que perdimos en el fuego lo encontramos en las cenizas”, dice Sam Chisolm en Los Siete Magníficos. También en el fútbol: trampantojo de la vida, extensión de hierba, rectángulo sagrado. Llegó Merino para limpiar el nicho de un Córdoba al que apenas lloran un puñado de plañideras. Todos los Santos son nuestro santo. El domingo, con un sol que ajusticiaba a la afición, el Córdoba empató ante el Numancia. Fui de los que celebró el punto. Tanta pobreza hay en casa que somos felices con un trozo de pan duro, como en un cuento dickensiano.

Merino no es lo que necesita el Córdoba. El club tiene necesidades más primarias, basales y crudas. Por ejemplo, que el presidente recoja sus pertenencias en una caja de cartón y abandone un despacho que le queda tan grande como a Fidel mi pijama. Que el director deportivo entregue como símbolo de paz sus informes de la liga serbia. Que el que lleva el Twitter deponga su actitud y su teclado. Pero, como los fines imposibles conducen a la melancolía, me conformo con haber fichado a un entrenador cipotudo. De esos que en el vestuario gritan más que el futbolista que más grita. Un entrenador que fue central atávico, de taco afilado y codo danzarín. De aquellos que se saltaban las clases hasta cuando se matriculaban en la Universidad de la Vida.

La gitana que vendía flores en la puerta del Cementerio de San Rafael llevaba puesta una vieja camiseta del Córdoba. María me la señaló y sonreímos a la vez. Empujaba el carrito esquivando las losas rotas. Fidel seguía durmiendo, de momento es lo que mejor sabe hacer. Ya tiene tres semanas. Mi abuelo murió con sesenta años. Mi abuela con cincuenta y siete. Los recuerdo en el barrio. Enganchado a su imperiales brazos. En las rodillas de Antonio, que jugaba con sus amigos al dominó. Hecho un gurruño en el regazo de María, mientras me disparataba el pelo con caricias.

Somos memoria y esperanza. Días que quedaron atrás y días que no viviremos nunca. Y en medio, un puñado de horas arrancadas a la muerte. Un puñado de horas livianas y únicas. Ver el empate del Córdoba con mi hijo entre los brazos o llorar entre las colmenas de un cementerio porque el amor quedó clavado en la yema de un dedo, y aún duele.

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