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Sacar la rodilla

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Antonio Agredano

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Cuando no tenemos argumentos, funciona el grito. El ruido sepulta las ideas. En un estadio aprendimos a convivir con el dolor. Aprendimos a contener las lágrimas. Aprendimos, muchos, el peso del silencio. Cabizbajos tras la derrota, mirando el futuro como un faro lejanísimo en plena tormenta. El Córdoba es medicina y enfermedad, herida y tirita, seriedad y risas. En su dualidad sobrevivimos, resignados, a la expectativa. La vida es una espera y las alegrías llegan como premio a nuestra lealtad, como regalo de un destino injusto, como luz entre tanta sombra.

El Córdoba perdió contra el Sevilla Atlético y mereció ganar. Merecer es un verbo disfrazado de payaso. Los nervionenses encontraron oro sin cavar demasiado y la victoria, tan necesaria, se nos fue por el sumidero. Oltra dijo que el partido fue un accidente. Un amigo tuvo un percance con el coche y en su declaración, agitado por los nervios, dijo “el otro coche chocó con el mío sin previo aviso de sus intenciones”. Los partidos salen así y, cuando cruje la chapa, ya no hay nada que hacer. Nos podemos acordar del palo de Luso, del contraataque mal dirigido por Piovaccari, pero el cristal de nuestros faros cae como confeti sobre el asfalto y nos palpamos esperando que no haya sido nada, que todo se quede en el susto.

“Yo digo que al contrario no hay que darle ni agua, el fair play es un invento de los británicos”, dijo una vez Bilardo. El argentino entrenó al Sevilla, por cierto. Suya era también aquella frase terrible de “pisalo, pisalo, que carajo me importa el adversario, los nuestros son los de colorado”. De rojo nos ganó el filial sevillista el domingo y que fueran ellos y no otros escoció a una parte de la grada. Supongo. Al menos un puñado de cordobesistas gritó “Puta Sevilla”. Antes los Biris se habían paseado por Preferencia en una provocación innecesaria. Quiero pensar que lo que pasa en los estadios se queda en los estadios, aunque la tentación sea sacar conclusiones gruesas sobre lo que somos y lo que deberíamos ser. No es el día. No en mi primera columna para este periódico. Coger manía a los vecinos es algo que ocurre en todos los bloques de pisos. Quiero creer. Hoy estoy dócil, y un poco cansado.

A mí me falta bilardismo en este Córdoba demasiado blando. Este Córdoba que se derrumba en los minutos finales, agotados y apáticos, que muerde sin apretar, que abraza sin fuerza. No es normal que un partido extraordinario, de dominación, de juego directo, acabe con una derrota, con un hachazo en contra, con la casa saqueada y las joyas en bolsillos ajenos. Oltra tiene una idea de juego, un buen manejo de vestuario, pero al equipo le falta sangre en los tramos templados del partido. Es una cuestión de confianza, de maldad, de saber jugar con el reloj, de desquiciar al contrario. La sensación con este equipo es la de esas personas nobles a las que la vida les pasa por encima. Esas mujeres y hombres desprendidos, respetuosos, que entienden el mundo solo a medias, sin aristas, sin apretar los puños, sin demasiadas dobleces. El Córdoba es como esa gente que pide las cosas por favor, que te dejan pasar en la cola del supermercado si llevas pocas cosas, que son puntuales, que recogen a los niños de los vecinos del colegio, que preparan cenas para los amigos, “y no conocen la prisa ni aun en los días de fiesta. Donde hay vino, beben vino; donde no hay vino, agua fresca”, que escribió Machado. Un Córdoba paternal y desprendido, demasiado buen anfitrión. Cada punto perdido importa.

Me ilusiona este equipo pero en partidos así me desconcierta. “¡Eres portero! ¡Saca la rodilla cuando vayas a por el balón por alto!”, me dijo el entrenador tras encajar el gol. Benjamín del Parque Figueroa. Camiseta roja y pantalón blanco mi equipo. Yo, de verde exigido y pantalones largos. Guantes destrozados por la tierra. “¿Para qué”?, pregunté. “Para qué va a ser, para que el contrario no se acerque. Para que tenga miedo de que le des con la rodilla en la cara si quiere saltar contigo”. Cómo sería mi cara de asombro, infantil y mellada, para que el míster concluyera “en el fútbol no se puede ser buena persona”. Sé que no tenía razón, que hay límites y lealtades, pero escuché su consejo. Y mejoré. Al menos, jamás me volvieron a robar un balón por alto. El otro día, cuando el Sevilla acababa con la esperanza del Córdoba pensé en que había que sacar más la rodilla. Si queremos subir, El Arcángel debe ser inexpugnable. Los goles deben llegar, el tiempo debe ser una pesadilla para el rival. Intensidad, lucha y picaresca. Ese toque argentino. Canchero, lo llaman. Ojalá Oltra diciendo “los de blanco y verde, los de blanco y verde son los nuestros”. Tenemos el juego, tenemos a una afición entregada, sólo nos falta parar los relojes, como Auden. Aún no es tarde. “Pensé que el amor era eterno; estaba equivocado”.

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