La pancarta
Aquella tarde de marzo del 2015 ya se sabía que el Córdoba bajaría a Segunda división. Aún así, fuimos a la Rosaleda, con ese estoicismo que recorre la sangre de muchos cordobeses. Ir para sufrir porque el sufrimiento es un placer retorcido, una raíz ensortijada que se nos clava en el pecho y que repele y da gusto, como la comida picante o un mordisquito en el labio. Allí estábamos borrachos, porque no entiendo otra forma de ver perder a mi equipo que no sea con el desinfectante ya puesto, en previsión de las heridas.
Marcaron Juanmi y Amrabat. Fede Cartabia mandó callar a los aficionados cordobesistas que le gritábamos en el calentamiento. Nuestro equipo se deshacía y nosotros con él. Como la bruja del Oeste. Djukic, el del cuchillo entre los dientes, había perdido definitivamente el timón de un equipo parcheado e inconsistente. A la salida del estadio, un tipo muy feo, con la camiseta del Málaga, se acercó a nosotros, que portábamos bufandas blanquiverdes como crespones negros prendidos en la solapa. Me tendió la mano y me dijo: “Ánimo, que saldréis para delante. El Córdoba es un gran club”. Yo lo miré con desprecio. Sin gratitud. Pocas cosas me enfurecen más que la condescendencia, ese cariño no pedido, el paternalismo faltón disfrazado de empatía. Como si fuéramos críos perdidos buscando una mano amiga, como si él me tuviera que decir a mí lo grande que es mi club, lo que siento, mi dolor y mi esperanza. Que ese aficionado del Málaga, un club refundido, de zona templada, me venga a tratar con cariño impostado. Lo que me faltaba por ver y sentir. “Lo del Córdoba va por rachas, lo feo que eres ya no te lo quita nadie”, musité. El chaval no me oyó, sí mi cuñado, que sonrió y me dio dos afectuosas palmadas en el hombro. Mi cabreo me duró horas. La personalidad tiene resortes inesperados. Cortocircuitos. No me gusta perder, no me gusta que me señalen cuando he perdido.
El pasado sábado, ante el Levante, volví a sentir lo mismo. El líder nos vapuleaba a placer y descifré en su grada cierta ternura hacia nuestro torpe, descompensado y bisoño equipo. Como esos padres que fingen que no pueden regatear a sus hijos, aunque apenas se mantengan en pie. El orgullo se gesta en la adversidad. Me cansan las arengas, los llamamientos a la unión, los hashtags salvapatrias, me aburre esta sinrazón, esta ridícula inconsistencia, la falta de competitividad, arrastrarse por el césped mendigando un error ajeno que maquille lo que con el fútbol no podemos ganarnos. Estoy cansado de ver cómo compiten los de arriba, cómo han construido sus cimientos, mientras que los míos sufren, se estampan, bajan la cabeza, notan los músculos duros y ese incendio que es la derrota, avivado en el pecho por la extenuación.
Ganar te hace fuerte, perder te hace invencible. No hay pancarta que pueda resumir la frustración, el escozor, esta tristeza puntiaguda garganta abajo. Me da pena de mí mismo por sentirme pisado, vapuleado, tratado con afectuoso desprecio. Yo quiero que mi equipo caiga mal, que gane, que gane sin piedad, que pise, muerda, marque goles injustos, se encare con el rival, proteste, arda, mal viva en las ruinas desenterradas del estadio. Quiero ganar, molestar, reírme de las derrotas de los demás, que me miren con asco. Prefiero la mierda a la indiferencia, prefiero el mal al señorío, prefiero la pillería, el desenfreno. Estoy cansado de todos esos señoritingos de grada sepultados de nadería tras el teclado. Estoy cansado del ventajismo, del discurso apaciguado, de los pañitos calientes. Estoy cansado de este club hecho a la medida de lo intrascendente, con un ex presidente acomplejado, con un nuevo presidente ajeno a la dictadura milagrosa de la pelota. Con trabajadores dóciles, con futbolistas superados, con la esperanza puesta en la sanación de los enfermos. No merecemos tanta vulgaridad.
No quiero volver a encontrarme a ese malaguista que me miraba con pena. No quiero volver a ver a mi equipo tan asequible como contra el Levante. No quiero que parezca que mi bufanda es un yugo. Aquel malaguista que celebró los goles de su equipo y luego tuvo la poca vergüenza de venir a darme la mano. Esa mano que había blandido su bufanda rival minutos antes. Esa mano sucia de fútbol. No quiero aficionados del Levante animándonos. Ni piropos, ni cumplidos, ni que me froten la espalda, ni que me arqueen las cejas como diciendo “la vida es así, amigo”. No es la vida, es el fútbol. Y el fútbol es barro, coraje y orgullo. No un orgullo de plástico, no una épica comercial, no una unión sujetada con alfileres. Otra cosa.
Poned eso en la pancarta. El Córdoba ha perdido el orgullo y con él, la pasión. La rabia amordazada. Esperando un desenlace como un arrepentido en el cadalso. El equipo está sin pulso, blanco como ET en la camilla, mustio, descolorido, abotagado. Poned en la pancarta la vergüenza en el vomitorio, ese peregrinar oscuro. Poned en la pancarta las derrotas, la falta de lucha, la azarosa entrega. Poned en la pancarta que un tipo en Málaga vino a darme la mano porque, al cabrón, le conmoví como cordobesista, le di pena. Me refregó la victoria por la cara con inflado y tragicómico cariño.
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