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Mientras me paguen, sigo

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Antonio Agredano

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Esto es una columna de opinión. Opinión es una palabra fósil. Petrificada, cubierta de tierra, sepultada por el tiempo. Observar la realidad y emitir una idea sobre ello es un deporte de riesgo. Tiene peligro, vértigo y subidón. Decir lo que uno piensa se ha convertido en una excentricidad inadmisible. A veces, delante del teclado, tiemblo. Mido cada palabra. Y no es por los ofendidos, ese ejército transparente e invencible, sino por el nivel de compromiso que llevan mis palabras. Decir hoy una cosa puede ser una cárcel futura. No una jaula real, que no es descartable tal como vamos, pero sí esos barrotes del reproche y la anulación. Esa maldita hemeroteca que se dedica a acusar con el dedito como hacían los niños más idiotas en el colegio. Hasta equivocarse se ha convertido en algo inaceptable.

Esa máxima, tan recurrente y ridícula, de que uno es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras ha creado una generación que ve el posicionamiento como riesgo, el señalamiento como ofensa y el discurso propio como un lujo que sólo está al alcance del que nada tiene que perder. Y hoy, como siempre, el que menos tiene que perder es el que más dinero tiene, el que vive al margen del mundo, cómodamente, sin nada en juego, o el anónimo, o el protegido, todo esos que digan lo que digan no dejarán de tener una cena caliente sobre la mesa. El resto, que vivimos con la misma incertidumbre, confundimos prudencia con anulación y mesura con océanos de nada.

Ser humilde es una cosa y ser un pánfilo es otra. Una cosa es ser sincero y otra maleducado. Una cosa es ser mordaz y otra es ser gilipollas. Siempre que escribo un texto pienso si bordeo alguno de estos límites. Si por llano me convierto en bobo, si por decir la verdad traspaso la línea de la sana convivencia o si por mi humor retorcido termino pareciendo un cínico o un estúpido. Llevo cuarenta y un artículos con este y no sé cuantos tuits expresándome. Y resulta que aún no he encontrado el punto justo. Que por taparme la garganta a veces se me congelan los pies. Que el funámbulo siempre teme un tirabuzón de aire, o un pájaro posado en la pértiga, o un imprevisible traspié.

Hoy, en una conversación inesperada, me han dicho que con las cosas que escribo trato de “abochornar” a otras personas, que digo lo que digo para tratar de demostrar “lo perfecto que soy” y que cuando crítico lo hago con “mala fe”, tratando de “desprestigiar el trabajo de los demás”. No me lo dice alguien cualquiera, no es uno de esos mensajes anónimos en Twitter de gente con foto de perfil de Los Simpsons y nombres ocurrentes como pseudónimo. Para eso estoy más que vacunado. Me lo dice alguien en nombre de una institución a la que dedico mi ilusión y mi tiempo.

Me ha hecho dudar. Cuando dudo soy como un niño que se duerme en el balanceo. Siento que nada merece la pena, que uno, en realidad, no vive de esto. Es un dinero, cierto. Pero poco más. Y entran unas ganas salvajes de competir con el silencio. O adelgazar el discurso. Abonarse al discurso florido, que tanto éxito tiene en esta ciudad. Pasar la mano suavemente por el lomo de la bestia.

Te dan ganas de llegar a casa y poner la televisión en lugar de encender el ordenador. El pitido del Word. La cuchilla en blanco del documento. Volcar ideas, ordenarlas, elegir las palabras, borrar, escribir, borrar. Abandonar un instante. Ir a por café. Volver. Escuchar a tu hijo llorar y saber que María lo tiene en brazos porque le pediste una horita para escribir un artículo. Este artículo. Pero oír su llanto y pensar: que le den al artículo. Saber que si te levantas perderás el hilo. Y tratas de arrastrar las palabras un poco más, finalizar el párrafo. Besar a tu mujer en la boca y a tu hijo en la frente. Contestar “ahí vamos” cuando ella te pregunta “cómo va”. Saber que el tiempo se agota y ella tiene que trabajar, y en quince minutos el niño estará en tus brazos y el artículo a medias y la noche cayendo y la cena por hacer y una lavadora que alguno tendrá que tender y el peso de los párpados y el ruido del brasero en el pequeño estudio. Pero aparece una idea que se atraviesa como un huesecillo de pollo en la garganta. Y no sale. Toses para aliviar el dolor y avanzar un poco más. Mientras todo gira a tu alrededor con una cotidianidad inconsciente, ajena a tus mierdas, tus teclas, tu tiempo y a los futuros lectores.

No sé hasta qué punto el buitre puede elegir entre carroña putrefacta o una hamburguesa recién salida del McDonalds. Ni sé hasta qué punto yo puedo parar de meter la pata y elegir el sabio y recto camino de callarme la boca. Los que escribimos columnas de opinión somos así. Gentuza. Opinadores. Nada más gratuito, innecesario y predecible que la opinión de los demás. Que esa sentencia severa dicha desde un lugar ligeramente elevado. Ridículamente elevado. Con el gesto grave y el teclear profundo. Por eso cuando me dijeron que tenía mala fe no pude negarlo. Opinar es arañar la realidad hasta ver brotar la sangre. El silencio, sin embargo, es un arrullo. Pero aquí estoy. Mientras me paguen, sigo.

«A la opinión y fama démosle su lugar debido», dicen que dijo Séneca. No sé en qué sitio estaba él pensando pero seguro que era debajo del fregadero o en un altillo. El Córdoba empató con el Sevilla Atlético. Seguimos últimos. En la hoguera. El agua está como mínimo a cinco puntos. Merino no ha mejorado a Carrión. Los futbolistas no dan sensación de equipo. Se ha sorteado un coche, eso sí. Y se está intentado, de nuevo, motivar a una afición hastiada. Carteles que avisan de derrumbe. Autobuses y entradas gratis. Caridad futbolera. Ahorrar en fichajes pero regalar cosas. Cosas que no valen mucho. Fruslerías.

Y luego lo de la responsabilidad dividida. Quien no apoye no es cordobesista. Eso incluye a los que opinamos, por supuesto. Por lo visto, y oído, hay que ayudar al equipo. Desde aquí. Desde esta columna que paga Cordópolis, yo podría echar una mano diciendo a mis lectores que vamos allá. Que nuestro equipo se hunde. Que cojan la blanquiverde y vayan al campo con una sonrisa de ojera a ojera. Que agiten la bandera. Que golpeen con fuerza sus bombos invisibles. Que hagan volar sus banderas imaginarias. Que hay que creer. Que hay que dejarse la voz. Que el Córdoba está por encima de las pequeñas rencillas con los gestores del club, que es momento de unión, de olvidar las diferencias, que la salvación es aún más importante que nuestras minúsculas preocupaciones. Que el Arcángel es nuestro reino. Que en ese reino hay que llegar con las manos vacías, sin pedir nada a cambio. Darlo todo por los nuestros. Gritar más alto. Celebrar los goles como si la vida se nos fuera en ello.

Esas cosas que podría hacer y no hago. Porque si estamos aquí es porque se ha gestionado mal. Esa es mi opinión. La mantengo. El futuro dirá. Esperemos a las cárceles del mañana. Las que dirán si lo que dijimos merece castigo o bendición. “Todos erramos alguna vez”, me han dicho hoy en una conversación inesperada. Qué razón tenía ahí. Pero prefiero equivocarme dando mi opinión que ahorrarme el bochorno por haberme quedado callado.

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