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Ollerías

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Antonio Agredano

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Eran las cinco de la mañana de un sábado de junio de 2003 y nos pareció una buena idea ir a casa de Pablo García Casado a decirle lo mucho que le queríamos. Dani, Amaro, Luis y yo salíamos de una discoteca de Chinales lo suficientemente borrachos como para que nos resultara brillante una ocurrencia así. Tras media hora andando llegamos a Ollerías, donde Pablo vivía con Cristina, y llamamos a su porterillo con afectuosa insistencia. A los muchos segundos contestó con voz temblorosa, preocupada. Alarmado y serio arrastró un “¿quién coño es?” que rompió la burbuja de nuestro reverencial cariño. “Te queremos, Pablo. Perdona por las horas pero necesitábamos decírtelo”, dijo Luis. Y nos fuimos retirando del porterillo a pasitos lentos, de espaldas, mascando ya cierta culpa, un arrepentimiento que equilibraba la demencia de la cerveza y la ginebra en nuestro cerebro. Pablo farfulló algo inaudible que sonaba, pese a todo, más comprensivo que hostil. La vuelta a casa fue menos efusiva que de costumbre. La etílica muestra de cariño se había convertido, de repente, en una vulgar travesura y habíamos chocado contra un mundo que, de momento, nos resultaba ajeno: el de los adultos que duermen en sus casas adultas. Éramos jóvenes de la única forma en la que uno debe ser joven: siendo osados y estúpidos.

Al día siguiente, una vez superada la resaca y la aún más martilleante vergüenza, llamé a Pablo para disculparme. Quitó importancia al asunto. Quedamos a la noche para ver el fútbol. El partido era a las nueve. El Madrid se jugaba la Liga frente al Atlético de Madrid en el Vicente Calderón. La Real Sociedad de De Pedro, Nihat y Kovacevic lideraba el campeonato a falta de dos jornadas. Una derrota en el derbi servía el campeonato a los vascos. Llegué al Puerto Rico sobre las ocho y media para coger sitio. Al poco llegó Vicente Luis Mora. Luego Pablo. Ya con el partido empezado, Javi Fernández. La poesía eran las pipas Arias Lizano salpicando la mesa. Las cañas. Los uys. El Madrid ganó 0-4. Abrió Ronaldo en el minuto seis y Raúl encarriló en el 17. Figo flotaba sobre el césped. Makelele, Guti y Zidane en el mediocampo. Desde Natalia Estrada, nunca había visto nada más hermoso. La Real perdió en Vigo. La Liga estaba ahí, al alcance de la mano. Los señores apagaban sus puros. Nos despedimos contentos tras la paliza a los vecinos. Aproveché para volver a disculparme con Pablo. “Nada”, me dijo con media sonrisa, jugueteando con las manos a la altura del pecho. Un gesto muy suyo, muy reconocible tantos años después. El Madrid, aquella noche, alivió mi culpa.

El Córdoba había perdido esa misma tarde contra el Compostela en Galicia. Una temporada en Segunda inane, en mitad de ninguna parte, como una bolsa de plástico que flota agitada por las olas. La diferencia entre un club y otro eran enormes para mí. Al Madrid lo llevaba a voces y al Córdoba con un disimulo culposo, silencioso y acongojado. Como una rara excentricidad, como si fuera otro deporte, un hobby que los adultos miraban con cautela. Como madridista vivía el vértigo. El giro inesperado. El miedo y la euforia ruidosa que le sucede. Como en aquel Top Gun que montaron en la Feria. La misma sensación. Esa valentía casi pornográfica. Voltear en el aire aferrado a los barrotes de seguridad. Eso era el Madrid para mí en aquella época. Un apasionante divertimento.

Pero el Córdoba, tan entristecido, tan liviano. Poco más que un Gusano Loco ya arrumbado. Trotón. Viejo y aburrido. Qué podía darme además de ese paseo contenido por raíles que chirriaban. Ni títulos. Ni luces, ni sombras. Espacios grisáceos, blandos. Sólo una perpetua intrascendencia, una innombrable mediocridad. Pensaba en eso, saliendo eufórico del Puerto Rico aquella noche, con la chispa de un puñado de cervezas que alentaron en mi estómago lo bebido la noche anterior. Esa Liga ganada con esfuerzo, con el Barcelona tan gozosamente lejos. Ser del Madrid no era entonces un estigma. Ni un insulto a los hombres de bien. Era otra cosa, una sencilla manera de ser feliz, una píldora de entusiasmo, noventa minutos sanadores, una forma de sentirte paradójicamente único en bares atestados.

Por entonces no estaba tan mal eso de tener segundo equipo. De pequeños nos eligen un club y ya de grandes optamos por el nuestro. Ahora ya no, ahora se busca la pureza. Los gorilas golpeándose el pecho. La vida nos guía, pero otras veces nos pierde. El fútbol es caprichoso y zigzagueante. Tuvieron que pasar muchos años para entender qué era lo mío. Cuál era mi club. Cuchillos de metal o cuchillos de plástico. Un directo de derechas o un simple jab con la zurda para ir calentando los guantes en la defensa. Hay quien siempre estuvo allí. Hay quien llegó luego. “La duda es el precio de la pureza”, cantó Gessinger. Nunca renuncié al Madrid, pero perdió peso, se diluyó en un océano blanquiverde que, ya de adulto, lo inundó todo. Del niño que siempre quiere ganar al adulto que en la derrota se siente imprescindible.

El domingo pasado, con una pastelosa resaca, en el sofá de mi casa, celebré un gol como si la vida me fuera en ello. No había un título en juego. Vitrinas vacías en el alma. Era otro mundo, la supervivencia, la felicidad esquelética de no descender. El hueso amarillento y mordido. Rodri marcaba al Reus y alejaba, una semana más, el abismo. Fui feliz durante aquellos instantes contenidos, helados. Lejos de los focos, casi en la clandestinidad de la pantalla. En Sevilla, donde vivo mi cordobesismo rodeado de sevillistas. Escuchando como un narrador solitario me contaba la película, sólo a mí. Errando en los nombres. Como si a nadie le importara quien se mataba allí. Grité en ese sofá como si todos los títulos del mundo fueran sólo chatarra comparados con ese gol, desesperado y oscuro. Con ese gol como una ventana que se abre para escapar del castillo.

Madurar no es formar una familia. Ni levantarse disciplinadamente para ir al trabajo. Madurar no es la hipoteca, ni el olor de un coche nuevo. Madurar no es hablar con suficiencia a los más pequeños de la casa. Ni dosificar las visitas a tus padres. Madurar es otra cosa. Por ejemplo, encontrar la felicidad en las cosas sencillas. Renunciar al encanto vampírico de la grandeza. Arrastrar la vida hasta la orilla, como redes llenas de recuerdos. Un gol de Rodri. Un gol de Raúl. Y aquella sensación de culpa tras despertar a Pablo de madrugada. Borrachos, jóvenes, tan madridistas y venideros.

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