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No te hagas ilusiones

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Antonio Agredano

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Conocí a una chica oriental una noche de marcha. Oriental porque era de Almería. Indalo Girl, que cantaría David Bowie. Al día siguiente quedamos a comer y me llevó a un restaurante italiano. Me explico lo de la salsa carbonara sin nata y otras cosas que yo también había leído en la Muy Interesante. Fingí sorpresa, por cortesía. Como cuando nos cuentan un chiste que ya sabemos y reímos por educación mirando para otro lado. No se debe perder esa cordialidad. Es cemento cotidiano.

Hablamos de música y de su carrera veterinaria. Le gustaban Los Planetas, los gatos y el último, y horroroso, disco de Placebo. “The Bitter End es la mejor canción que han hecho”, me dijo. Retorcí un espagueti con el tenedor mordiéndome la lengua. Lo pasamos bien. Me explicó cosas de los parásitos estomacales que me divirtieron mucho. Tras el vino bebimos limoncello, que es como fregar lo que ya se ha barrido. La misma cítrica limpieza. Luego le dije de ir a su piso de estudiantes y me dijo que no. “No te hagas ilusiones”, subrayó. Y sonó crepitante y definitivo. La ilusión por follar mueve el mundo. Aparearse da gusto y por eso seguimos reproduciéndonos en este planeta melancólico.

El sexo. El roce. Escarbar en el deseo del otro. Esa mecánica salvaje que nos iguala. Solos, en pareja, acompañados, muy acompañados, heterosexuales, homosexuales, bisexuales, viejas, jóvenes, ricos y pobres, feas y guapos, de la CUP y de Ciudadanos, los fans de Operación Triunfo, las de la asociación Amigos de la Ópera, futbolistas, tutelados, presidentas y socorristas. Nadie escapa del placer como nadie escapa de la muerte. La petite morte, precisamente, que dicen los cursis. El ritual oscuro del caliqueño. “¿Qué podría ser más reconfortante que afirmar que ese sencillo capricho de la humanidad, el humilde coito, se basta para dar origen a las ciudades y los monasterios, a los párrafos y los poemas, a las carreras pedestres y las tácticas militares, a la metafísica y la hidroponía, a los sindicatos y las universidades?”, escribió John Barth en ´La ópera flotante´.

La ilusión, cualquier ilusión -y no sólo la torpe, encorsetada y engañosa ilusión del polvo futuro que ponía como ejemplo-, es un patrimonio exquisitamente humano. La vida es sólo la expectativa de algo mejor. Una fuerza en el pecho que nos anima a seguir y buscar. A hozar en el suelo hasta desenterrar la trufa. El amor es una búsqueda espiritual y el hogar es una búsqueda física. El ansia de futuro mezcla ambos planos del ser humano. Lo terrenal y lo divino. Lo elevado y lo mundano. Lo apolíneo y lo dionisiaco, por el del furgón. Cuando uno por fin rompe la dictadura de la nostalgia y empieza a mirar el futuro descubre que nos queda una chispa y que las doradas aspiraciones adolescentes se han convertido en un trastero húmedo donde almacenar pequeños cacharros sin importancia.

Un trabajo digno, una casa sin goteras, un coche sin achaques. Y luego el amor en la mesa camilla. Un par de mocosos encantadores. Peroles los domingos, cerveza los viernes. Ir al cine una vez al mes a ver películas cada vez menos retorcidas. Películas de tiros, que decía de niño. Que no acabe nunca el Cuéntame. Clases de pole dance y coger la bicicleta para ir al trabajo. Ilusión es creer que hay una parcela en el futuro para nosotros. Con la luz enganchada. Algo pequeño. Con una casa levantada cada fin de semana con materiales de obra que te consiguen de estraperlo los amigos. Un trocito de vida con sol y amplias estancias. Ser únicos para alguien. Pasar la Nochebuena con mis padres. Mojar mis pies en el mar de Fuengirola. Despertar con una majestuosa erección. Leer un poema que me arrugue el día. Ver como mi equipo de fútbol se escapa de la Segunda B tras un mercado invernal circense y desesperado.

“No te hagas ilusiones”, parece decir una parte del cordobesismo tras las gestiones de Oliver. Tienen razón. Estamos lejos de un orgasmo compartido. Esto es otra cosa, una terapéutica paja. Entre la paja y la nada, elijo la paja. El fútbol es una cuestión de fe, como recalcó Enric González, y de amor propio. Añado. De esa esperanza en que lo que venga sea mejor. Me gusta Reyes por lo que significa más que por su fútbol actual. Reyes es decirles a los demás clubes que el Córdoba está desesperado, que va a por todas, como una pintura de guerra, como un quinqui enseñando la navaja a la altura del bolsillo. Que somos capaces de dar galones a un jugador semi-retirado y subirlo al caballo como a aquel Cid encarnado por Charlton Heston.

No sé qué nos deparará el futuro, pero no hay nada más legítimo que el entusiasmo. No hay nada más incuestionable que tener ganas. De follar, de salvarse, de crecer, de darle un mordisco al futuro. El Sevilla jugaba contra el Madrid en Copa. Viajaban a la capital en AVE. En el tren iban los futbolistas y sus familias, algunos aficionados y periodistas. A la altura de Ciudad Real, el padre de Reyes cruzó el pasillo con una nevera llena de marisco y empezó a ofrecer entre risotadas gambas y langostinos a los viajeros. Viendo de donde venimos, tras la siniestra y cicatera gestión de los González, yo me lanzo directamente al exceso. Ese es el Córdoba que yo quiero. Ese es el Córdoba que me ilusiona. El del salto al vacío. El del polvo deseado.

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