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No de fútbol

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Antonio Agredano

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Dos niños se comunican en los columpios sólo con miradas. Van embutidos en gruesos chaquetones y el contacto con la madera del tobogán les reconforta. Suben con torpeza. Uno ayuda al otro empujándole el pañal hacia arriba. El que va primero se ríe con alboroto dejando sus dientecillos mudables al descubierto. Hay en su complicidad una ternura que ya nunca más habrá. Pero ese momento es suyo. Y de nadie más. El cielo es gris y el contraste con la pardusca melena de los árboles convierten el parque en un espacio mágico, ajeno a las carreteras que a lo lejos lo circundan. Los niños se deslizan hasta el suelo. Uno alza los brazos, el otro achina los ojos. Vuelven corriendo a la escalerita, cada uno por un lado del tobogán, para repetirlo. Hay en su urgencia una dentellada a la vida.

Es alta madrugada. No ha sido un buen día. Los números rojos del despertador me recuerdan que el sueño me ha abandonado. Pienso en este domingo. En la noticia que nos quebró a todos por dentro. El ventilador del techo es una cruz sobre la nieve. Entra una luz perezosa por la ventana, a través de los huecos de la persiana vieja que nunca termina de cerrarse. Una farola como testigo mudo de nuestra existencia minúscula. Los ojos bien abiertos. Ella, afortunadamente, duerme. Lo ha logrado tras muchos minutos despiertos sin decirnos nada, por si el otro había logrado conciliar el sueño. En un silencio espeso, respetuoso y absoluto. Roto una vez por el camión de la basura. La abrazo porque, por fin, una lágrima se asoma al precipicio de mis mejillas. La abrazo con todo lo que tengo, que es casi nada. Su calor me reconforta. Ella se despierta porque me siente roto. Se gira hacia mí, me besa a ciegas. “¿Estás bien?”, me pregunta. “Sí”, contesto con timidez. “Todo va a salir bien”, me dice. Me abraza. Me apacigua. La creo. Todo va a salir bien, me repito. Y poco a poco, olvido el dolor y así, enredado en su cuerpo, me duermo.

Mi madre ríe a carcajadas. Mi padre, a su lado, también. No sé de qué se ríen, pero lo hacen tan alto que no puedo evitar compartir su risa. “¿Qué pasa?”, les pregunto. “Nada, nada”, contesta mi madre, que apenas puede articular las palabras. Mi padre abre una cerveza, mi madre apoya la cabeza en su hombro. Se quieren. Y han pasado años. Baja mi tía por las escaleras del porche con una bandeja en las manos. Mi tío remueve las migas. Huele a chorizo y a carbón ardiendo. El sol combate al frío. Mi primo pequeño me sirve vino y hago el gesto de brindar, antes de llevarme la copa a los labios. Mis padres siguen en sus cosas. Se acerca mi primo mayor y me abraza por la espalda. “Ay, mi primo”, dice. Y se va. Me gusta que me siga queriendo. No haberle perdido con el paso del tiempo. Ya no es el niño al que le leía cuentos, ni el adolescente al que le contaba chistes verderones, ni siquiera el joven entusiasta que empezó la carrera. Ya es otra persona. La misma, pero otra. Y sin embargo, se acerca a mí para abrazarme. Tan adulto. Como diciendo, con su nudo, que aquí seguimos, en permanente compromiso con la vida. Con la familia. Con lo que somos, a espaldas del tiempo.

Hoy no quiero hablar de fútbol. No quiero nombrar la derrota. Me hace daño. Hay quien celebra su funesto presagio. Hay quien encadena su desdicha en el silencio. El infierno está hecho para gente como yo: ingenuos, bocazas, ensimismados en su propio goce. Me salpica el terror del descenso. Pienso en otras cosas que viví el pasado fin de semana. No en el fútbol. Hoy no. Los goles se me clavan, me enrojecen los ojos como el humo. Los goles en contra. La profanación de mi templo. Si pienso en el Córdoba oigo el ruido de una radio desintonizada. Oigo el arañazo a una pizarra. Oigo el ladrido de un yorkshire en la terraza. Por eso hoy quería escribir de mi felicidad doméstica. De las cosas que nos concilian con la vida. No de fútbol. Hoy no.

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