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Quién maneja mi barca

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Antonio Agredano

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“El equipo no gana porque juega como el culo. No jodamos”. Son palabras de César Luis Menotti. Hablaba de Argentina, pero las uso para hablar del Córdoba. De mi Córdoba, que en esta ciudad, si no usas el adjetivo posesivo, pareces un indocumentado y un desafecto. Mi Córdoba no gana porque no da pie con bola, por eso lleva en puestos de descenso desde que la temporada comenzó. Por eso, de los catorce partidos jugados -en los que nos han metido treinta goles-, hemos perdido siete. Y sólo dos victorias. Dos victorias como dos dientes en la boca de un yonki. Dos victorias como dos yorkshires paseados por un señor de 120 kilos. Dos victorias como dos altramuces abandonados en un plato. Dos victorias como dos ladrillos sujetando el morro de un coche abandonado.

El fútbol no es tirar una moneda al aire, las victorias y las derrotas no son un fruto inesperado del azar. Detrás de una mancha de humedad siempre hay algo agrietado. La continuidad de Sandoval sólo se podía sostener ya sobre el puro y arrebatado romance. Ese amor que todo lo perdona, ese amor obstinado y oscuro, de caliqueño etílico y salvaje. Ese amor que a nada bueno lleva, porque el exceso entretiene pero no afianza. El deseo es flamenquín para hoy y Happy Meal para mañana. Sandoval ha sido incapaz de hacer funcionar a este equipo. Un equipo confeccionado por un ciego usando retales del Desigual, es cierto, pero un equipo al que se le intuye mejor futuro que un descenso matemático en abril. Un club disperso, un situación institucional que roza el bomberotorerismo, pero una plantilla, al fin y al cabo, con un puñadito de futbolistas de calidad que no han sabido conjuntarse dignamente sobre el césped en estos tres meses de competición. Eso tan vulgar que es competir. Tampoco pido la catapulta infernal de los gemelos Derrick.

Una cosa es la gratitud y otra es la servidumbre. A Sandoval le debemos una permanencia y un regreso sin rencores. El club estaba con el culo al aire y él vino, por dos duros, a taparnos con una toalla las vergüenzas. ¡Una hornacina para este hombre! Pero la Liga no entiende de buenas intenciones, ni de pretemporadas en septiembre, ni de aclamación en la grada. A Sandoval se le había desbocado el caballo e íbamos como locos hacia ninguna parte. Mucha espuela pero poca rienda. Alineaciones insondables, conformismo y pesadumbre, defensa sin tensión, ataque irregular, centro del campo fantasmal, mensajes vacíos, motivaciones como churros, aceitosas y a deshoras. Y una sangría de goles en contra, latigazos sobre nuestras espaldas. Y luego eso de las sensaciones, que viene a ser como darle golpes a un electrodoméstico para que vuelva a funcionar. Ese engranaje invisible. Las sensaciones son al fútbol lo que las tortitas de arroz son a un asado argentino. Un equipo que gana no se agarra a los espectros para convencer a su público. Un equipo que gana, gana. No hay lápiz rojo, ni pitos, ni incertidumbre, ni matices. No hay nadie en Alcorcón poniendo pegas. Ni cuchilladas al aire, ni cuestionamientos al compromiso. Ganar es el espidifen del domingo. Ganar es un polvo de reconciliación en la ducha. Ganar es el “aquí no ha pasado nada” de un policía tras la pelea.

Yo no sé si León quería a Sandoval o si iba detrás de él como un niño con una lupa tras la hormiga. Si algo sé desde la adolescencia, es que hay una excusa para todo. Que Sandoval no es el único responsable es de tan justo reconocimiento como que con Sandoval el futuro del Córdoba estaba más negro que el armario de un cura. La victoria estaba más lejos que mi comunión. La victoria, como se vio ante el Cádiz, es un suspirito en el corazón del cordobesismo, y poco más. Una esperanza chuchurría. Podemos hablar de los despistes de Aythami, de la intrascendencia de Expósito, de la candidez de Jovanovic o del oxígeno de Lara, pero si el barco va directo contra las rocas tenemos dos opciones: tirar, uno a uno, a toda la tripulación por la borda, o quitarle el timón al capitán. Quién maneja mi barca. Quién. Que a la deriva me lleva. Remedios Amaya descalza. Once puntos llevamos nosotros más que ella.

El fútbol no es un entretenimiento agradecido. A veces pienso si ha sido este maldito deporte el que me ha salado el corazón. Este pragmatismo insensible, quizá. O esta supervivencia a dentelladas. Mi club es un teatro por el que desfilan actores en una función interminable. Algunos me hacen reír y otros llorar. Algunos declaman con voz profunda y otros se expresan con simples gestos. Algunos olvidan el papel, a otros hay que desalojarlos a patadas. Algunos improvisan, otros farfullan, pocos me arrancan el aplauso. Muchos se me han olvidado ya. A todos los quise de alguna manera, por llenar mi escenario, pero son muy pocos a los que conservo en el corazón. “La memoria es el perro más estúpido, le lanzas un palo y te trae cualquier otra cosa”, escribió Ray Loriga en Tokyo ya no nos quiere.

Entiendo, sólo en parte, el plañido tras la destitución de Sandoval. Existen los afectos. Todo el mundo tiene derecho a una salida digna. No entiendo, aún, las dudas con Curro Torres. Existen los prejuicios. Todo el mundo tiene derecho a una bienvenida ilusionante. “Para jugar al fútbol no se debe sufrir. Lo que se hace sufriendo no puede salir bien”, dijo otro entrenador, Carles Rexach. A eso aspiramos los cordobesistas, a un pequeño páramo por el que transitar. Algo de paz. Y alguna victoria, aunque sea inmerecida. Con un gol horrible. Tras aguantar ochenta minutos perdiendo tiempo. Juntando las líneas. Menos cháchara de sobremesa y algo más de orden sobre la hierba. No soy exquisito. En el Córdoba, a fuerza de sobrevivir, nos hemos convertidos en unos buscavidas. De esos de diente oro y anís matutino. El toro nos ha roto el pantalón. Lo siguiente ya es carne.

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