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Futuro

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Antonio Agredano

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Gustavo González y María Lapiedra se amaban a escondidas. Su cotidianidad era un artificio. Buscaban excusas para encontrarse en hoteles y restaurantes. Para viajar juntos. Disimulando en la cola de facturación. Haciéndose los encontradizos en los bares del aeropuerto, como si el paso de los días no fuera con ellos. Las familias esqueléticas, el sofá como un desierto, Netflix para pasar las horas, para abanicarse el tórrido vacío de una pareja que ya no se necesita. Como si el amor pudiera disfrazarse de intrascendencia. “La vida te lleva por caminos raros”, canta Quique González. Apura una cerveza. Tararea. Hay amores que duran para siempre. Que se encogen y dormitan en el corazón, como una fierecilla en su madriguera. Sigue el ritmo con el tacón de su bota. Apoya la cazadora en una silla. Pide otra cerveza alzando el vaso con restos de espuma. El camarero le guiña. Coge un vaso limpio y lo apoya en el grifo plateado. Mira el techo mientras la cerveza cae. Suelta un suspiro que hasta para él resulta inesperado. Piensa en terminar su turno, en la noche, en el cuerpo desnudo de su novia. Su novia cruza Embajadores en su BH. La compró en Wallapop por cien euros. Le ha puesto cascabeles en el manillar pero ya se ha cansado de ellos. Ella ya ha terminado de trabajar y vuelve a casa. Piensa en su novio. En follar. En dormir luego a su lado. En despertarse oliendo el café y el pan tostado. Piensa en el futuro con ternura nueva.

Todos amamos y somos amados. Algunos mueren solos. Otros rodeados de desconocidos. Algunos huelen por última vez el dulzón perfume de sus hijos. Otros sujetando con fuerza minúscula la mano de su amante. “He tenido mala suerte en el amor”, dice una amiga. “La suerte se busca”, le anima otra amiga. Yo me quedo en silencio. Creo que el destino está lleno de espinas. Que la vida no es un camino radiante sino la escalera mecánica de El Corte Inglés. Subimos aunque no nos movamos e ir para atrás suele acabar en circense tragedia. Las vidas tienen tentáculos y lanzan sus violentas ventosas sobre otras vidas. Gustavo y María se dicen guapos mutuamente entre susurros mientras Quique silba una canción inacabada y el camarero sonríe detrás de la barra imaginando a su novia pedalear cansada del tintineo. Así somos. Y es hermoso cómo de animales somos en el deseo y qué cruentos para satisfacerlo.

Pasa con el fútbol que uno se hace de un equipo así a lo loco sin saber de cuántas cosas dependerá su felicidad. Del delantero que falla en boca de gol, del centrocampista perezoso, del defensa asustadizo, del portero con manos blandas, del entrenador acomplejado, de la codicia del que hace los fichajes, de la chulería del que tiene las acciones. Del árbitro, del utilero, de la mascota, del aficionado. En el fútbol somos de todos menos del fútbol, somos de todos menos del equipo. La pelota tiene sus propias fantasías. Sueña con otras botas. Se quiere quedar a vivir en según qué redes. Apoyar a un club tiene más de fe que de amor, más de sufrimiento que de inesperada fiesta. La vida embargada por unos colores que sentimos tan nuestros como los lunares, los tatuajes y el crujido de las articulaciones.

El Córdoba ganó 5-0 al Reus. No tengo nada que celebrar. González ha vendido sus acciones a León. No tengo nada que celebrar. De momento el club está en Segunda B, chapoteando sobre el fango de un pantano. No hay luz en esta cita a ciegas. La esperanza huele a Jacqs, la esperanza se maquilla a brochazos con colorete robado del chino. No es lo que esperaba a estas alturas de la temporada. En la vida se puede ser crédulo, pero no gilipollas. En la vida se puede ser un listo, pero jamás un pesado. “Quiéreme cuando menos lo merezca, porque será cuando más lo necesite”, dicen los melifluos, los del sentimiento abotagado, los palmeros, los de risa fácil, los de lata y bocadillo. “¿Serás, amor un largo adiós que no se acaba? Vivir, desde el principio, es separarse”, dejó escrito Pedro Salinas. Ahí sí me alineo yo, en esa batalla íntima entre el amor y el desapego, entre la decepción y el chisporroteo de un fuego que jamás termina de apagarse.

Ojalá el Córdoba sobreviva al expolio de los González. A la chulería cocacolera del padre y al sordiciego pijerío del hijo. Aún poblamos las gradas de El Arcángel los que amamos a escondidas. Los que pedimos en la justa medida con la que damos. Hay que amar de frente. Como un mosquetero que arquea la ceja antes de descargar la pólvora. Amar como un acróbata, con miedo al futuro. Con implacable deseo. La curva de tus rodillas. El rubor. Los dientes marcando en tus labios el cauce de un río seco. Amar. Qué nos queda sino eso. Amar y un miedo blando, peluchón e infantil. Un miedo único. Un miedo que nos permite encarar el futuro apretando los puños. Seguir viviendo.

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