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El descampao

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Antonio Agredano

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Córdoba necesita un descampao. Candidatos y candidatas a la alcaldía de nuestra ciudad: incorporen esta idea a sus programas electorales. Un descampao grande, lejano, solitario, llano, yermo, poco accesible, lo suficientemente seco. En la imagen superior sugiero su ubicación. Allí, en mitad de ninguna parte, abandonado, rodeado de cultivos y piedras. Tierra de ratones y conejos, de avecillas sin nombre, de insectos zumbones. Allí, en la mejilla amarilla de nuestra ciudad, en las pardas afueras de las afueras.

Es en el descampao, en ese rectángulo muerto, donde los cordobeses encontrarán, por fin, la paz. Y qué es la paz sino la fiesta sin agravios. El bullicio religioso. La impostura paposa de las catas. Las cruces con más botellas que flores. El azaroso itinerario de los pasos. Esa macrodiscoteca llamada feria. Los remaches y el cartón-piedra de los desfiles. El desquicie barriero de las verbenas. Esta Córdoba que se echa a la calle, tan ruidosa, tan nuestra, tan molesta por lo que se ve. Cuando no son los palcos, son los botellones, cuando no son los botellones es la perversión de la tradición, cuando no se pervierte la tradición es que no se sufre lo suficiente. Ha sido así desde siempre. Escucho la misma historia desde los quince. Gobierne quien gobierne, hay una parte de esta ciudad que resopla con ostentación y buena prosa. Se han intentado tantas cosas que me temo que la negación emerge antes que la pregunta. No hay voluntad y sin voluntad sólo nos queda el conflicto, los golpes en el pecho, las quejas al cielo.

Ahí, en el descampao, cabe todo: el entusiasmo etílico, los besos en la madrugada, airearse con abanicos de cartón, bailar con un pañuelo de pilycrim pilycrimanudado al cuello, cantar como sabiéndose la letra, palmear, gritar de puro exceso, pasear a las vírgenes, cantarles saetas, aullar a la luna, los requiebros, el zapateao flamenco, los punteos interminables, las pipas de calabaza, los bocadillos del Yambut, mear entre dos coches, el bombo, los cohetes, las campanitas, los disfraces, perfopoetas, saltimbanquis, concejales con los harapillos por fuera, Erasmus, tunos, periodistas, cooperantes en tierra, marineros del calimocho.

Mandar al descampao todas las distracciones, todo lo que se salga del espléndido y gris peregrinar a la oficina. Córdoba haciéndose fuerte en el silencioso día a día. Los niños de uniforme en el autobús. El sutil alboroto de los barrenderos. El claxon del que llega tarde. Señoras por la calle Gondomar. Adolescentes en el Burger King. Gurús de Santa Rosa. Patrullas de la moral en la puerta de El Pisto. El trino de los semáforos. Ese mundo callado, siniestro y urbano. Inalterable. Ofendido. De sueño leve. Ese que permanezca del cemento para dentro. Pero lo otro, lo que no es recogimiento sino expansión, lo que no es mundano sino extraordinario, que se vaya al descampao. Activistas que miran las obras anímicas de una ciudad estancada y dicen: así no se pone una baldosa, con las manos anudadas en la espalda y las gafas en mitad de la nariz.

Que alejen de la inmarcesible Córdoba a sus holgazanes y a sus indocumentados. Que cierren las tabernas ambulantes. Que abran paso a la luz. Se ha perdido todo. El respeto empuñado como un alfanje por los de siempre. Por los guardianes de la esencia y por los iconoplastas. El cagapoquitismo no tiene ideología. Los que beben a escondidas, en mudas curdas, en poéticas cambaladas. Esos se quedan intramuros. El resto, en éxodo colorido, nos vamos al descampao. A hacer ostentación de la nada. A convertirnos en sal. A bañar con Cruzcampo nuestros pecados y debilidades.

No sé qué Córdoba quiere la gente. No sé si la Córdoba que muchos tienen en su cabeza existe. Ni siquiera si existió alguna vez, en el pasado idealizado. Recortando, recortando uno al final se queda sólo con las tijeras en la mano. Convivir da más vértigo que el puenting.puenting Todo tiene un límite pero masco la sensación de que el listón está muy cercano al suelo. A la altura del río de pipí y los cristales rotos, a la altura de la cera reblandecida y de la tortilla machacada.

El suelo es el cementerio de la fiesta. Allí acaba todo. A veces, nosotros mismos. Quien esté libro del exceso que lance el primer plato lagrimitas de pollo.

Quiero una Córdoba plural, abierta y callejera. Respetuosa, por supuesto, pero comunicativa y jaranera. Bastante pena llevamos dentro como para plegar las sillas y recogernos temprano. No quiero una urna de hormigón. El clima obliga a salir. En el alma llevamos compartir, disfrutar, beber, bailar y lanzarnos a la aventura de los cuerpos, a la bulla. Buscar la belleza de las tallas, reunir a la familia en torno a una mesa sin más adorno que una botella de fino, ocupar los espacios que son tan nuestros como de los demás. Reír a carcajada limpia, volver a casa una sonrisa de ojera a ojera. Y no sólo eso. Todo lo que no sentimos como propio nos molesta. En el descampao nuestro desorden será sigiloso. Dejaremos dormir a la ciudad. No ocuparemos sus calles. No alteraremos el sanguíneo fluir del tráfico. Córdoba será un calmado reino de silencio.

Mientras, en el alejado rectángulo, en el recinto del escándalo, el resto seremos felices a nuestra ridícula y agravada manera. No más hostias a la oposición en la mejilla de los que salimos a la calle buscando desconectar de nuestras rutinas. “Quieren ponernos una venda en los ojos y no saben que es la cinta que vamos a cortar en la inauguración de una nueva mirada”, escribió José Alcaraz. Tallaré este poema en la primera piedra cuando empecemos las obras del descampao. De seguir así, ese día no quedará muy lejos.

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