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Juez Ravo

Redacción Cordópolis

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Nací en enero de 1976, una vez hube comprobado que, hacía dos meses ya, no había moros en la costa. Mis primeros recuerdos musicales destacables los sitúo en la cocina de mi casa, con un plato de cocido delante, mientras mi hermana Marimar me pone cassettes con música siniestra o satánica. Por allí pasan  temas como “Close to me” de los Cure, “Colecciono moscas” de Golpes Bajos, o “Don Diablo”, de Miguel Bosé. Me doy cuenta que estoy haciendo una asociación de ideas entre Robert Smith y el cocido, no es cuestión de comparar el tocino con Robert Smith, aunque sé que con los años ambos causaron gran maridaje.

Me hice monaguillo, y cada misa, durante el momento de la comunión, pinchaba mis primeros vinilos junto con el que luego fue el gran DJ Suze. Eran sesiones a cuatro manos, un plato y muchas hostias. Entre paréntesis, decir que no todo fueron hostias, también cayó alguna caricia del párroco. Era monaguillo, salía de nazareno y creía que Bono era el Mesías. Ahora me río a carcajadas de todo aquello.

Llegó la universidad, las camisas de cuadros y Kurt Cobain con su escopeta de cazar elefantes, un plebeyo dándole uso heterodoxo, como diría el cachondo de Don Juan junior. Me afilié al grounge, como cualquier hijo de vecino, o hijo de mi tiempo, o como se diga .Por aquella época también nació el britpop, movimiento caracterizado por grupos cuyos miembros eran unicejos y con rasgos simiescos, véase los hermanos Gallagher o Supergrass. A algunos soló les faltó vestir un short de piel de zorro y cambiar el micrófono por  un hueso de buey, enarbolando la bandera, más bien,  de la vuelta del hombre prehistórico,  que del glorioso pop británico.

Aunque muchos de estos grupos ahora no los pueda ver ni en pintura, si que me interesan otros grupos que ellos escuchaban o los tenían como referencia. Así los Cure te llevan irremediablemente a Joy Division, Joy Divison a Kraftwerk y Kraftwerk al krautrock .O Kurt Cobain a Sonic Youth, Daniel Johnston o Vaselines. U2 a Brian Eno, éste a la electrónica raruna y un día te ves tarareando alguna coplilla de Autechre. Y así acaba entrando uno en el consumo compulsivo de música, y en la anomalía melómana, quizás debida a las malas compañías, o a la elección de una prensa musical inadecuada o a quién sabe qué. Si no llega a ser por mi vista de lince, habría acabado formando parte del gafapastismo con casi total seguridad. La lista de referencias es interminable, a pesar de lo que diga spotify. Narraba el escritor Nick Hornby que todos los años se graba un par de cintas para el coche con sus canciones favoritas de ese año y  piensa  siempre que es la última, y que no le volverá a interesar nada nuevo, que ha agotado el filón;  pero al final  hay más cintas, y eso es para él uno de los motivos para seguir viviendo. Totalmente de acuerdo.

Actualmente la música me acompaña mientras hago mi labor del lado de la Justicia: anotaciones preventivas de embargo, lanzamientos, decretos de adjudicación etecé etecé suenan en mis oidos junto a Pixies, Bill Callahan o Hidrogenesse. Se trata de una bonita banda sonora del derrumbe económico global, nacional y local. De cómo se mezcla todo esto en una cabeza llena de serrín va a tratar esta sección, sufridos lectores.

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