Los pueblos y el esfuerzo

Dice Felipe Benítez Reyes que el verano es el tiempo de las expansiones alegres, esforzadamente alegres y que la diversión exige su esfuerzo. Discrepo del poeta y narrador pues la diversión, como también la pereza, parece fluir en estos días con la misma facilidad con la que se seca un charco en la plaza de la Corredera. El verano tiene aquello de dejarse llevar en los tiempos. Así, uno trasnocha demasiado y aunque madrugar se hace difícil, no lo es tanto como en invierno.

Ahora, las primeras horas de la ciudad siguen siendo para los repartidores de prensa, los operarios de Sadeco, el de la furgoneta del pan, los limpiadores de escaparates, y para algunos que se entregan al bar sea cual sea el día de la semana y prolongan su juerga hasta el amanecer. A todos ellos, con quienes me encuentro cuando aún está oscuro, se les nota estos días más felices, porque no hay abrigo que les moleste, porque el frescor es perceptible sólo – y no siempre – a esa hora entre las cinco y las seis de la mañana. En Córdoba –meteorológicamente hablando- lo que viene después siempre es peor.

En estos días de primarias falsas, debates y portadas entorno a batallas sobre el DNI del salmorejo, recomiendo la huída a los pueblos cercanos a la capital, donde la temperatura vital es más agradable y -se acuerda uno, en fin, de cosas- aparecen recuerdos de la infancia, de las noches al fresco y las casas abiertas. Es como irse a tomar las aguas, decían los abuelos, pues eso.

Me impresionó la excursión del pasado verano a Espiel, en cuya plaza comimos exquisitas croquetas, la fugaz visita a La Rambla del martes o la improvisada salida, ayer mismo, a El Carpio donde me gustó ver a su alcalde con bermudas y camiseta compartiendo con los participantes en Scarpia una propuesta de recuperación de un parque público.

Los pueblos cercanos pueden ayudarnos a enriquecer el verano de la capital, a los que aún no hemos tomado vacaciones y a los que la diversión no nos exige esfuerzo alguno.