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Culto y verbena

José María Martín

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Creo que fue el gran Salvador Gutiérrez Solís el que dijo aquello de que su generación había pasado directamente del puchero al sushi, dibujando perfectamente el castillo de naipes sobre el que se estructuró nuestra evolución. De manera involuntaria nos hemos topado con la realidad y los viajes a otros continentes han dado paso al turismo nacional en el mejor de los casos o al regreso al pueblo. Pero, en este tiempo, afortunadamente, hemos aprovechado la oportunidad para aprender cosas.

Decía hace unos días en la Cadena Ser la escritora Almudena Grandes que “el verano es una mesa plegable al borde del mar con dos tarteras, tortilla de patatas y filetes empanados. Y niños en bici, y adolescentes enamorados, y bailes con orquesta en las plazas de los pueblos, y copas con amigos, risas y pereza”.

Y eso vuelve a ser el verano: verbenas en las concurridas plazas de los pueblos, ahora que no hay dinero para pulseritas en Cancún ni complejos cincoestrellas en la costa. Y, por qué no, a la tartera y la verbena podemos añadirle el culto, culto a lo que hemos aprendido en este tiempo: a leer bien, a apreciar lo bien hecho independientemente si es un puchero o un sushi, a rechazar lo impostado y artificial y a seguir pretendiendo avanzar, aunque sea dentro de nuestros límites espaciales. Sal de tu tierra, decía el Génesis, como una invitación a romper los esquemas preestablecidos. En ello andan, por ejemplo, en La Fragua, (Belalcázar) donde siguen generando ese encuentro posible entre lo rural y lo contemporáneo: entre la verbena y el culto.

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