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Salvar la memoria

Manuel J. Albert

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“Quien de nosotros sobreviva a la guerra, va a andar por el mundo como si fuera de otro planeta. Quien sea que se salve, habrá sobrevivido de milagro y por error”. El historiador judío y polaco Emanuel Ringelblum escribió esta última entrada en su diario, un año antes de que en marzo de 1944 los alemanes lo apresasen y lo fusilasen en Varsovia, junto a su esposa y su hijo. Los cinco años anteriores los había pasado siendo testigo y cronista del mayor y más terrorífico experimento de muerte que se ha llevado a cabo: el exterminio sistemático de los judíos europeos, junto a gitanos, homosexuales y cualquier grupo opositor al nazismo.

El día de la memoria del holocausto se celebró ayer. Recuerda la liberación del campo de Auschwitz por parte de las tropas soviéticas. Los primeros soldados del Ejército Rojo que cruzaron las alambradas solo encontraron a un puñado de esqueléticos prisioneros más muertos que vivos. Eran todo lo que quedaba del horror fabril perfeccionado por los alemanes. Las SS ya se habían encargado de volar todas las cámaras de gas de Birkenau (la inmensa prolongación del campo original) y con las prisas de la huida, solo dejaron una intacta, en Auschwitz.

El escritor italiano Primo Levi era un joven prisionero judío aquel 27 de enero de 1945. Curiosamente, la enfermedad le había salvado. No pudo emprender camino en las salvajes marchas de la muerte a las que sometieron los nazis a los miles de reos que evacuaron del campo y que suponían la inmensa mayoría. Las marchas tenían como destino otros campos pertenecientes a la ingente constelación de KZ (el acrónimo con que la jerga nazi los llamaba) de los que se componía el Tercer Reich.

Levi cuenta en uno de sus libros la conversación que mantuvo con un alemán. El oficial le advertía al interno de que, aunque sobreviviese al exterminio, nadie le creería cuando contase lo que allí pasó. Era un sentimiento generalizado entre los alemanes. La absoluta arrogancia del verdugo, arropada por una segura inmunidad.

Aunque los ejecutores se cuidaron mucho de borrar todas las huellas de sus actos, el

secretismo -por miedo o pudor- se mezclaba con un orgullo panfletario y propagandístico de lo que hacían. En el fondo, su tarea de asesinar a millones de hombres, mujeres, ancianos y niños, la entendían como un deber casi divino. Y tal vez por eso -y porque eran los únicos que podían- fueron ellos mismos los que registraron las imágenes más cercanas al horror puro que habían creado. Y para fastidio de aquel oficial que departía despectivamente con el joven Levi, dichas pruebas de memoria perduran hoy en día.

Entre los archivos que recopilaron los torturadores, hay dos documentos que destacan. Por un lado, El Álbum de Auschwitz es la mejor prueba fotográfica de lo que ocurrió. En una treintena de imágenes, el fotógrafo nos hace de cicerone por el infierno, acompañando a un grupo de judíos húngaros desde los vagones de ganado en los que acaban de viajar, hasta las puertas mismas de la cámara de gas. Ocurrió en verano de 1944, cuando la judería magiar fue aniquilada casi al completo en una operación que llevó al máximo la capacidad homicida de Auscwitz. Nadie sabe a ciencia cierta por qué se sacaron esas fotografías que terminaron en manos de un particular, pero el carácter pormenorizado y pautado de las mismas da qué pensar.

También buscaban un sentido de la narración específico los equipos de camarógrafos que el jefe de las SS, Heydrich Himmler, envió a Varsovia justo un año antes, en mayo del 43. Durante un par de semanas, los hombres recorrieron el gueto donde medio millón de judíos llevaba viviendo casi cuatro años en condiciones brutales de hacinación y aislamiento. Cámara en ristre, filmaban cómo el hambre y el tifus habían debilitado a la población. El objetivo era hacer una película de propaganda, tal vez al estilo de El judío eterno, que mostrase lo injustos e inmorales que, a juicio de los nazis, eran los propios hebreos entre ellos.

Pero la crudeza de lo que registraron debió superar toda expectativa, porque las latas de celuloide se guardaron en un armario para ser olvidadas. Hasta que en los años 60, un funcionario de la antigua República Democrática Alemana se topó con ellas.

Ringelblum cuenta en sus notas algunos pasajes sobre el equipo de rodaje alemán. Explica cómo montaban las escenas y obligaban a las víctimas a repetirlas una y otra vez, hasta que quedaban como ellos querían. El miedo al asesinato inminente hacía a todos aquellos extras obedecer. Un reciente documental, A film unfinished (Una película inacabada), que ha restaurado y contextualizado todas esas imágenes, cuenta exactamente lo mismo. Los investigadores han hallado incluso los descartes de las escenas que rechazaron los alemanes, lo que da al conjunto un aire todavía más tenebroso, surrealista y cínico.

Ringelblum sabía lo que estaba pasando y la necesidad de guardar testimonio. Por eso, desde el principio organizó un vasto grupo de trabajo en el gueto para levantar acta de la matanza. Dos terceras partes de sus cuadernos y notas recogidos por médicos, periodistas, historiadores y artistas, sobrevivieron a la guerra, escondidas en latas de leche y otras carcasas. Un compendio de los archivos puede leerse en Crónica del gueto de Varsovia (Alba Editorial, marzo de 2003).

No solo sobrevivieron los documentos. Cruzándose fugaz por delante de la cámara de los alemanes que filmaban en el gueto, aparece una imagen de alguien que se parece mucho al propio Ringelblum. En A film unfinished, se detienen en ese fotograma. La figura mira fijamente al espectador, mientras camina a paso rápido. Tal vez estaba dirigiéndose a otra reunión del grupo de cronistas. “Hace falta salvar lo que hay. El método: reunir a la gente en torno a un vaso de té y apuntar lo que sucedió”, escribió Ringelblum. Salvar la memoria. Lo lograron.

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