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915 razones para un voto

Ángel Ramírez

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Un periódico de rancio abolengo está en la cosa de desprestigiar a la candidata de Podemos a la presidencia de la Junta de Andalucía, Teresa Rodríguez. Con este fin dice de ella eso de que era anticapitalista, que estaba contra la constitución europea, pero lo peor de todo, que se presentó hace poco más de tres años a la alcaldía de Cádiz y sacó el 1,56% de los votos.

Para mi generación la política era un espacio de ascenso social como lo era el fútbol y años antes lo habían sido los toros, sólo que tenías que ser bastante peor persona que Sergio Ramos o José Tomás. La política era una posibilidad de atajo, con menos esfuerzos y si hacías lo que tenías que hacer podías llegar a tener dinero o al menos influencia, estarías ahí con ellos, y con habilidad seguirías mucho tiempo, era sólo cuestión de hacer los favores a quién podía devolverlos. En una sociedad clasista como la nuestra, ésta era una de las pocas estrategias para el ascenso (la mayor parte de las otras no eran más honestas), debías convertir la política en tu desarrollo profesional y tener ambición, esto eran el PP y el PSOE y nadie entendía que se pudiera formar parte de esos partidos (algo más que votar o ser un militante “de base”) si uno no había interiorizado de qué iba el juego. Alguien te contaba que sí, que existían los militantes ideológicos, gente de esa que tenía antecedentes socialistas, que sentía aquello, que había construido su identidad política durante la dictadura. Alguno habría.

Después supimos que realmente los grandes partidos eran un juego que se parecía a la ruleta rusa y la mayoría se levantaba la tapa de los sesos tarde o temprano. Como en la mayor parte de los juegos de éste nuestro sistema capitalista, por cada ganador había cien perdedores, pero no sólo perdedores porque no consiguieran el objetivo, lo eran sobre todo porque en la competencia se habían hecho peores, habían acumulado traiciones, frustraciones, envidias.

Había otro espacio, que la gente no identificaba con la política, en el que había personas que sin embargo hacían lo que los políticos decían que hacían, defender ideas, el servicio público, hacer sacrificios. Eran los que no se creyeron ese gran pacto tácito que nadie sabe quien firmó ni qué contenidos tiene, supongo que básicamente el de callarse y obedecer, el de permitir que abusen de ti. Estaban, estábamos, en una amplia red de organizaciones sociales, en partidos sin posibilidades, en plataformas, manifestaciones, campañas a base de patear la calle y ser ninguneados por la mayoría. Me recuerdo candidato a la alcaldía de Granada por Los Verdes allá por finales de los 90, pegando mi propia cara en carteles espantosos que una empresa se encargaba puntualmente de tapar con otros de cantantes por orden del Ayuntamiento, incumpliendo sistemáticamente las instrucciones de la Junta Electoral, que no se dignó en hacer esfuerzo alguno por evitarlo.

No había redes, prácticamente no funcionaba internet, y la campaña parecía una película de Buster Keaton de ésas en la que se viene abajo la fachada de una casa y el protagonista se cae siete veces de un coche en marcha. Todo era llevar cachivaches de acá para allá, tirar de la buena voluntad de algún periodista para que te sacaran ese pie de foto engatillado, reunirnos la noche electoral como si fuera un ritual para que nadie, ni la web del Ministerio ni comentarista alguno se dignara a citarte, para que nadie te sacara de la categoría ridícula del Otros. A mi me votaron 1.080 (lo siento Teresa, te gané por 165) tenía más amigos que votantes, después de decenas de acciones, elaboración de documentos, reuniones, análisis políticos, ilusiones, y fueron sólo unos pocos votos menos de los que esperábamos, hacíamos todo eso sabiendo que no salíamos, pero convencidos de que debíamos hacerlo.

A Teresa la imagino también en ésas hace tan sólo tres años y pico, con casi el mismo aspecto que tiene ahora pateándose la ciudad, repartiendo folletos, con largas conversaciones, reuniones con asociaciones, yendo a actos con el temor de que no fuera nadie, quizás amigos y algún sin hogar con sus perros (recuerdo uno, un sin hogar no un perro, que me quitaba el micro y se ponía a cantar una y otra  vez en el único acto electoral que hicimos en Plaza Nueva). No éramos políticos, éramos parte de la diversidad folklórica de nuestras ciudades, nos toleraban con condescendencia, algunos nos agradecían el idealismo, que hiciéramos el papel para el que ellos no tenían tiempo o coraje.

Pienso que éste es el orden natural de las cosas, que la política de verdad es lo primero, ese espacio para arribistas que tienen la motivación necesaria para hacer lo que tienen que hacer, porque al poder no le gustan los principios ni las ideas, le gusta el orden y los intereses, porque con la gente que actúa por intereses siempre se puede llegar a un acuerdo. Pero a veces, sólo a veces, pasa esto, que esa otra cosa marginal y soñadora se cuela en la fiesta y la política deja, por un instante, su zafiedad, nos ilusionamos, y la democracia se parece por un rato a lo que dicen los libros de ciencia política que es.

Veo a sus contrincantes, políticxs de laboratorio, tuteladxs siempre, acostumbradxs al ecosistema de los aparatos, expertxs en pastorear asambleas, votaciones, a que todo se cocine antes por quienes saben de esto, y se me ocurren muchas razones para votar a Teresa, pero para mí, la más decisiva, es que se presentó hace poco más de tres años a unas elecciones en las que la votaron 915 personas.

Nota: En la imagen, Teresa Rodríguez interviniendo en un acto electoral de las elecciones europeas el pasado mes de mayo

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