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A la mamá de Gonzalo

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Bernardo Jordano

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La verdad es que no recuerdo muy bien su nombre, pero da igual. Podría ser Gonzalo, como podría también ser Fernando o Marta. De verdad que no importa.

El caso es que Gonzalo era un niño de unos seis o siete años, que estaba el otro día disfrutando de un columpio de las recién estrenadas instalaciones que hay en los jardines de María la Judía. Para quien aún no lo sepa, se trata de un parque infantil adaptado. Aquí quiero hacer un inciso, porque esa palabra que puede pasar desapercibida, para algunos, significa mucho. Significa que, por fin, tras mucho tiempo esperando, nuestros hijos tienen la posibilidad, como otro cualquiera, de saber lo que es, por ejemplo eso, columpiarse.

Qué tontería, ¿verdad? Pues la mamá de Gonzalo parecía no ser consciente de eso o, a lo peor, lo era y le daba igual. Llegamos dispuestos a hacer uso del tan ansiado juego para nuestra hija, de cuatro años y pico y un tono muscular evidentemente pobre, sumado a un retraso madurativo que salta a la vista. Mi hija, ni camina ni tiene fuerza para tenerse en pie, ni mucho menos para ir de juego en juego como haría otro niño, y los demás juegos son “demasiado” para ella. De los doce o quince niños que había en ese momento repartidos en las instalaciones, mi hija era la única que presentaba algún problema motórico, de eso estoy seguro.

En fin, estuve unos quince minutos esperando con la niña en brazos, esperando a que Gonzalo o, más bien, su mamá, tuviera el detalle de cedernos el sitio. Cuando por fin decido plantárselo directamente a la mamá de Gonzalo, me responde preguntando, sorprendentemente, que si es de verdad un juego adaptado. Le informo que sí, como lo indica una plaquita en cada instalación y otra, más grande, a la entrada del recinto. Me sugiere que hay otro columpio igual en el centro, a unos tres kilómetros de allí, y del barrio donde vivo, y que ella y su hijo han estado esperando un buen rato para montarse. Le explico que esas instalaciones acaban de inaugurarse a petición, sin ir más lejos, de instituciones como ACPACYS, FEPAMIC o DOWN Córdoba, que llevan años reclamando algo similar para sus niños. De hecho, el lugar escogido para instalarlo no es casualidad, pues esas instituciones tienen sus sedes en esa misma calle. Nada. Y lo peor de todo es que empecé a sentir hasta una rara incomodidad por explicarle, más que sugerirle, lo que debería ser obvio, un derecho de mi hija.

No digo absolutamente nada más, y decido seguir esperando con la niña, de unos 18 kilos ya, a plomo, en brazos. Finalmente, la mamá de Gonzalo, con gesto desagradable, pide a su hijo que se baje para dejar a mi hija sentarse. El hijo, que no entiende, refunfuña.

Es una lástima que la mamá de Gonzalo no haya entendido la moraleja de todo esto. Un parque adaptado supone, para los que no pueden usar otro, la única opción de ocio posible. En esos mismos jardines hay tres instalaciones más, perfectamente adecuadas a las circunstancias de su hijo, no de la mía. Es una pena que haya perdido semejante oportunidad de oro para enseñar a su hijo de qué va todo esto de la integración y la inclusión. Primero, que hay niños que tienen unos problemas funcionales que les impiden jugar y divertirse como los demás. Segundo, que si todos ponemos de nuestra parte, especialmente los adultos, las diferencias que parecían evidentes se anulan, porque tanto mi hija como el suyo acabarán jugando con las mismas instalaciones.

El otro día, en una entrevista que hacían a Rafaela Chounavelle, Presidenta de ACPACYS, lo explicaba a la perfección. Que los padres de niños con alguna discapacidad o diversidad funcional no somos egoístas, que por supuesto que queremos compartir esos juegos con los demás niños, pero que han de entender por qué ese columpio o aquel tobogán son especialmente distintos a los que acostumbra ver y que hay que hacer un ejercicio de solidaridad para lograr que nuestros hijos encuentren un hueco en sociedad de la forma más natural posible.

Precisamente, por culpa de su mamá, Gonzalo crezca con una escasez de valores, que le va a costar mucho más entender y asumir con el paso de los años, aunque confiamos que acabe haciéndolo. Yo sí que aproveché la ocasión para explicar a mi otra hija, de siete años, por qué estuvo mal ese comportamiento.

En fin, viniendo del mundo de donde vengo, de carencias funcionales, no puedo más que compadecerme de Gonzalo, porque el otro día me pareció que a su mamá, más que seguramente, le falte algo importante: la razón o el corazón.

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