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Nosotros, los normalitos

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Bernardo Jordano

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Uno lleva ya unos años tratando de asimilar esa incómoda etiqueta que, sin maldad, se escapa entre propios y extraños cuando se habla de la discapacidad. Confieso que, al principio, no sabía cómo gestionarla. Hasta yo la usaba. Luego, me dolía. Y creo que he terminado por pasar, absolutamente, de la psicología terminológica, si es que ese concepto existe. Es más, con los años, con la experiencia que me está dando vivir observando a mi hija y el mundo que le rodea, llego a superar muy mucho el pequeño trauma que pudiera suponer el oír esa distinción. Las palabras no son ni buenas ni malas. todo lo más, pueden llegar a ser inoportunas, por lo injusto de su enfoque.

Y es que no hay más remedio que entenderlo así, cuando conocer seres y estares dignos de admiración, más que de lástima. Conoces a un Paco Salinas, nadador profesional con un palmarés increíble que, sin usar sus piernas, lleva más metales al pecho que los que pueda soportar su cuello, y que acaba de conseguir récord mundial en relevos; conoces a un Cisco García que se come la pista de tenis sin acordarse de que va en silla adaptada, sin que se le caiga la sonrisa de la cara ni un momento y, por sus ruedas, que se tiene que ver en unas olimpiadas; o Gema Hassen-Bey, que se propone sube el Kilimanjaro en silla de ruedas.

Conoces los ejemplos de los que abanderan la idea del esfuerzo y la superación, y no puedes dejar de acordarte de los niños que ves en cada terapia, dándolo todo en cada sesión. Y ves que es una nota común que se repite en todos ellos, sin importar ni edad ni condición. Y valoras mucho más lo que hace tu hija, con las cartas que le han tocado en suerte y con el apoyo de todos los profesionales que creen en ella, y rascando, rascando, van sacando auténtico petróleo.

Y te das cuenta que hay dos tipos de circunstancias en esta vida: las sobrevenidas y las adquiridas. Las primeras, no las podrás controlar jamás. Te gustarán más o menos. Es el cuerpo que te ha tocado. A lo mejor una enfermedad que no te lo pondrá fácil en tu día a día. O los recursos que tengas en tu familia. Las segundas, vienen marcadas por tu actitud frente a las otras. Eso sí que está en tu mano. Puedes lamentarte, o puedes enseñar los dientes al destino y ponerte a trabajar.

Te das cuenta, viendo esos pequeños grandes ejemplos todos los días que te quedan de que, a la hora de marcarte metas, puede ser que al final haya razones para no haberlo conseguido pero, desde luego, no hay lugar para las excusas para no haberlo intentado.

Y vuelves a la dichosa etiqueta, la que nos empeñamos en poner para separar a los normales de los que no lo son. Y caes en la puñetera cuenta de que es cierto. Que nosotros, más que normales, somos más bien normalitos, tirando a simplones, porque nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo perfecto donde se nos presenta todo bien mascado. Y aun así, nos permitimos el lujo de quejarnos. Y que ellos, de normales, tienen poco, sí, porque con el viento en contra y todo, nos dan mil quinientas vueltas.

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