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¡Di 'Shibboleth'!

Sebastián De la Obra

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(a Manuel Chaves Nogales que se olvidó de algunas contraseñas)

El ruido suele impedir toda posibilidad de comunicación en la experiencia cotidiana. El ruido también impide la posibilidad de establecer un diálogo con el pasado y el tiempo, en lo que solemos denominar experiencia. Bajo el ruido solo destaca el que más grita. Imposible la comunicación, solo la consigna a modo de salvoconducto identifica a cada tribu. Quien no grita la consigna ni conoce la contraseña queda irremediablemente señalado. Sin posibilidad de apelación. Sin recurso de amparo. Todo eso forma parte de una apariencia garantista que pocas veces de aplica. El ruido es siempre colectivo. Basta una chispa para provocar el incendio. El grito, la consigna, el salvoconducto o la contraseña nos sirve, en medio del ruido, para identificar a los nuestros. También para reconocer a “los contrarios”. Así las diferentes tribus van construyendo un “nosotros” exclusivo y restrictivo. Quienes no responden a la solicitud de la contraseña son empujados al silencio de los mudos o a la estigmatización del sambenito o a la condena de traición a la causa de la tribu de la que aparentemente estés más cercano. Se requiere conocer la consigna. Tienes que memorizar la contraseña... Cuando menos te lo esperes te la van a solicitar; a cualquier hora, con cualquier excusa, en el momento más inesperado. Si alguien no responde ya sabe lo que le espera. Escribía Baruj Espinoza que “quienes no tienen ni miedo ni esperanza y no dependen, por tanto, más que de sí mismos, se convierten en enemigos (...)” (de unos y de otros).

En el debate político esta situación se escenifica en que tienes que estar con A o con B. Contra A o contra B (aplíquese también esta dialéctica de antagonismos a las muletas que acompañan a A y a B). No hay posibilidad de escapar de este territorio. Leer El País es incompatible con leer ABC. Ver Antena 3 es incompatible con ver la Sexta... Por eso la mayoría del país se engancha a la tabla de “Salvame” o lo que es lo mismo, a la tabla del escepticismo frívolo o de la peligrosa indiferencia. Los autodenominados alternativos también suelen reproducir este mecanismo de clasificación y selección que los grandes han impuesto. Es curioso cómo en medio de este ruido y murmullo permanente puede alguien diferenciar y diferenciarse. Lo cierto es que así es. Cada tribu tiene su contraseña y no se te puede olvidar. Cada cierto tiempo te la van a pedir. Si la pronuncias mal o tienes un error te dejaran de reconocer como uno de los suyos y te quedarás a la intemperie. Te quedarás fuera de los tuyos (o de los que en algún momento consideraste que eran los tuyos). La razón está en la contraseña, en la consigna o en el vulgar grito. Esto es lo que te da la identidad. No tu historia. No tu memoria. No tu experiencia... ¡La contraseña! Se nos ha olvidado que una modalidad de odio (de las peores) es la de pretender tener razón, la razón a toda costa, porque te conoces la contraseña.

Nota: En el bíblico libro de Jueces (12:6) aparece la expresión shibboleth. Cuando la tribu de Efraím fue derrotada por los de Galaad, los efraimitas intentaron huir atravesando el río Jordán. Los de Galaad habían decidido que no hubiera supervivientes entre los derrotados. Se instalaron en la orilla del Jordán y detenían a todo el que pretendía cruzarlo. Le preguntaban a quienes llegaban con animo de cruzar si pertenecían a la tribu de Efraím; todos respondían que no, entonces los obligaban a pronunciar la palabra shibboleth. Nadie de los de Efraím podía pronunciar el sonido “sh”. Todos fueron ejecutados.

Shibboleth es el nombre que recibió un método de acceso a los recursos electrónicos de los grandes productores de información científica. Permitía que un usuario se autentifique con una contraseña una vez y que dicha identidad sea reconocida por el sistema.

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