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Allanamiento de morada (para sentirnos mejor)

Sebastián De la Obra

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La soledad impuesta y forzada es una prisión y se vive como una condena. La soledad elegida significa no querer abrir de par en par la puerta de nuestra vida. Sólo uno mismo tendría derecho a comunicar o no su intimidad (en una conversación, en un cuadro, en un gesto, en un libro...). Las ocasiones en que esa intimidad puede ser transgredida, de forma legal, están tasadas. Ese ejercicio está protegido por numerosas normas que regulan, también, diversas y diferentes esferas que conforman lo público, lo privado, lo íntimo y lo secreto. Cuando Paolo Sarpi escribió la Storia del Concilio Tridentino (1619), fue acusado de desvelar las conversaciones secretas y privadas de obispos y clérigos. Realmente desenmascaró la enorme manipulación del Concilio para acrecentar y mantener el poder papal. No hablo de eso. Cuando Edward Snowden revela los secretos acumulados por las diversas agencias gubernamentales de información y comunicación estadounidenses, está denunciando el imponente sistema de espionaje no sólo de gobiernos y entidades, también (y más grave) de las moradas particulares, es decir de las vidas propias. No hablo de eso. Cuando Montaigne nos desvela sus pensamientos e intimidades, en sus insuperables Ensayos, es él el que quiere comunicarnos su intimidad. No hablo de eso.

Nuestras sociedades supuestamente avanzadas (y democráticas) han constitucionalizado la protección de los espacios privados e íntimos (con diferentes grados de garantía). Todo es un enorme y extenso trampantojo. Somos herederos del tiempo de la inquisitio, la investigación. La Inquisición construyó un enorme andamiaje donde cada cual tenía asignada una función: espiar, delatar, rumorear, descubrir, denunciar, investigar, sospechar, acusar y condenar. Todos teníamos el derecho de dar rienda suelta a nuestros complejos, envidias, recelos y resentimientos. Teníamos que saber qué hacían los demás, dónde estaban y con quién, qué pensaban, a quién rezaban, con quién se acostaban... todos éramos objetos y sujetos de sospecha. Quienes querían guardar su intimidad eran más sospechosos aún. Ahora los modernos, los conservadores, los progresistas y los bien pensantes se distancian de boquilla de lo que consideran invasión de la intimidad y acusan a Sálvame, las extintas Crónicas Marcianas o las revistas y programas del corazón de ser los espacios basura del cotilleo. ¡No es verdad! Nuestras conversaciones están pobladas de sospechas sobre la intimidad. Sonreímos de la misma forma que el delator inquisitorial lo hacía cuando se sentía más normal que el sospechoso. Nuestros complejos son menores cuando pensamos haber descubierto los ajenos. Podríamos vivir la experiencia de publicar la lista de clientes (y padecimientos) de los despachos de psiquiatría o psicología. Podríamos atrevernos a sacar a la luz la lista de amantes de nuestros dirigentes. Podríamos, simplemente, dar cobertura pública (desde las escaleras de nuestros bloques de viviendas hasta las hojas parroquiales) a los expedientes académicos de cada uno de nosotros. También alimentaría el morbo distribuir en pliegos de cordel imágenes del antes y después de algún retoque estético. Pensarán ustedes que es imposible. Pensarán que se trataría de una derrota en toda regla frente a la sociedad de consumo de masas y espectáculo. Pensarán que habiendo tantos asuntos importantes realizaríamos el mayor de ridículos... Pensarían, con razón, que en algunos de esos supuestos estaría cometiendo un delito.

El pasado fin de semana apareció el nombre de un amigo mío en la portada (¡sí, en la portada!) de un diario con cabecera planetaria. En grandes titulares venía a decir que mi amigo tenía un hijo con una señora conocida... Y a quién coño le importaría esa noticia, pensé yo. Ya sé que la telefonía móvil, las redes, los chats abiertos y demás canales de comunicación están reconfigurando el mundo de la intimidad y de la privacidad pero... yo sentí vergüenza. Todos vinieron a preguntarme y entonces sentí... asco. Nada ha cambiado desde que te acusaban de no comer cerdo, allá por el siglo XIV...

Nota: en este medio que me acoge, como forastero y naufrago, también apareció esta noticia en portada. Y, también, sentí vergüenza.

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