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Snaefellsnes, Islandia

Alfonso Alba

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Si has leído el título de una sentada es que tu anterior vida es islandesa o has oído demasiado discos de Bjork o los Sigur Ros. Islandia es mi isla favorita. Admito ser muy nórdico en gustos. Es un territorio encaramado sobre la unión de Europa y América, cuajado de fuego y hielo, virgen, salvo pueblos diseminados por la única carretera que circunda la costa. El interior es desierto lunar, abrupto e inaccesible aún en muchos puntos, con glaciares que ocuparían varias provincias de las nuestras. Está cerca del polo norte, sí, pero la corriente del golfo hace milagros y provoca veranos equivalentes a nuestro mes de abril o incluso mayo, o sea, perfectos. Hay otro aliciente, las noches blancas, de junio a agosto, en las que es de día las 24 horas y el sol comienza a ponerse hacia septiembre.

En esta ocasión me quedo en Snaefellsnes, una península del flanco noroccidental, mirando a Groenlandia. Es territorio protegido. Lo preside, pegado al mar, el Snaefellsjokul, un volcán con glaciar que gracias a no llegar a los 1.500 metros resulta abordable para senderistas guiados. Esta montaña aparece en Viaje al centro de la Tierra de Verne, como puerta al submundo. Hablo de un paraje cubierto por líquenes y musgo, en capas de metros y en donde los pocos árboles que aguantan el clima extremo, son testigos de algo parecido a un fin del mundo. La península se mete en el Atlántico casi Ártico, entre brumas, viento y acantilados. Asombra la variedad del clima. He estado allí un mes de agosto en manga corta. Reúne lo mejor de Islandia en 50 kilómetros. Hay glaciares, volcanes, cascadas, praderas y playas. También una acogedora infraestructura de alojamientos que incluye cabañitas con vistas al mar e incluso pequeñas casas con bañeras burbujeantes al aire libre.

Tengo una anécdota que os puede hacer una idea de esta región. Sin avisar, recién llegados a un refugio a pie de playa, decidí explayar mi punto bohemio y dar un paseo, yo solito, por la orilla. El paisaje era bestial. Delante, kilómetros de dunas, marismas salvajes y arena blanca. Detrás, montañas, glaciares y al fondo el gran volcán coronado de nieve. A unos metros comencé a oír el ruido de unos pájaros a los que no hice mucho caso…no debí seguir. Comenzaron a acercarse de tal manera que tuve que dar marcha atrás a toda prisa, cuando vi que me advertían de un ataque si seguía andando…la señora del albergue me esperaba muerta de risa en el porche. Era verano y las aves anidaban en plena orilla. Es decir, en esa zona de la playa no entra ni un ser humano. Es territorio de aves. Ellas se encargan de recordártelo. Islandia es así, la naturaleza está por encima y como occidentalitos hay que asumirlo y cambiar hábitos.

A pesar de la megacrisis, Islandia es un país tranquilo, donde hay comunicaciones perfectas, se habla inglés en todas partes y se recibe al visitante con algo más que amabilidad. La península está a poco más de dos horas de Reykiavik y es una escapada perfecta para un par de días. Lo justo para recorrer la comarca, visitar algún enclave pesquero y tomar algún sendero de los que circundan el volcán. Por la costa sur están los alojamientos más curiosos. En la punta de la península, el volcán, señor de estas tierras, y en la costa norte una preciosa sucesión de pueblecitos con nombres imposibles, Rif o Grudarfjordur, entre otros. Olvídate de aglomeraciones urbanas. La comida es sencilla y básica. La recompensa es que hay pocos lugares en el mundo que puedan recargar las pilas como este. Para llegar, el invierno resulta caro por los vuelos, pero en verano se abren rutas desde Madrid y Barcelona. También hay agencias especializadas en viajes polares que ofrecen propuestas más completas, con todo incluido. Y creed, el norte genera adicción….

Una curiosidad. La península tiene el cuarto certificado mundial Green Globe y el único de Europa. Un título turístico que indica una especial preocupación por el medioambiente y un fuerte compromiso por mantener el valor ecológico. Turismo verde, vaya.

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