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Siete razones para amar Santander

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Fidel Del Campo

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Soy pro cántabro por genes norteños y/o por la manía de gustar de lo que no se tiene. Santander es muestra de lo que estas tierras aportan en una escapada de fin de semana. Buena comida infinita. Verdes praderas. Un gran mar cargado de energía y patrimonio a raudales. ¿Para qué más?. Aporto siete razones, siete, para que abras la web de Ryanair y pilles vuelo, ahora que esta low cost ofrece rutas desde Sevilla a buenos precios...

Patea el centro. Al ser arrasada por un incendio en la posguerra, Santander no ofrece un casco histórico tan viejo como Castro Urdiales o San Vicente de la Barquera, pero guarda el encanto de saber vivir. Abundan bares, comercios y el estilo de pasearse para dejarse ver. Destaco las calles Mola y Hernán Cortés, con rincones como Días de Sur. Recomendable la plaza Pombo, con café de toda la vida. Interesa la Catedral románica y gótica, con un claustro bien puesto y la capilla del Santo Cristo, construida sobre termas romanas. Al borde del mar, junto a los jardines de Pereda, no dudes en pasearte hasta Puerto Chico entre veleros y brisas.

Métete en el mercado. Las plazas de abastos permiten hacerse con el pulso de una ciudad. En el centro hay que ver el antiguo mercado del Este, ahora convertido en centro comercial delicatesen, con sitios para picar. Pero es básico entrar en el activo mercado de La Esperanza. Si la parte a ras de calle es fantástica, con buen surtido de puestos de fruta, verdura, quesos y legumbres, la planta baja, centrada en el pescado, requiere horas. Es una galería biológica de todo lo que se puede comer bajo las aguas del Cantábrico. Verás especies que nunca habrás visto y espectaculares y frescas piezas de merluza, mariscos, bivalvos, rapes…

Sube al funicular del Río de la Pila. El funicular no ha cumplido cinco años. Está en uno de los barrios más castizos. La subida, gratuita, te deja ante un precioso mirador desde el que se puede ver el centro y el mar. Más allá, el verde de las montañas y el paso, cómo no, de los barcos hacia el puerto. Lo suyo es subir desde la calle Río de la Pila, llegando al último nivel, hasta el paseo General Dávila. Salvando una zona deportiva y siguiendo la avenida a mano derecha, el paseo te deja en El Sardinero, con el Cantábrico de fondo, tras atravesar uno de los barrios burgueses más “plin”. Allí, playa y Magdalena.

Vete de excursión por la Magdalena. El palacio de La Magdalena y la península sobre el que se asienta, mirando a Santander y al mar, es ejemplo de los aires “nuevo siglo” que corrieron en nuestro maltratado país. La intención era hacer una casa a la familia real para veranear. Tuvo, no por mucho tiempo, esa función y hoy se abre como parque y edificio para usos educativos. La península está parcialmente ajardinada con especies autóctonas y ofrece miradores y acantilados con brillantes vistas a la playa de El Sardinero y a la bahía de Santander. En un extremo hay un divertido mini zoo con focas y pingüínos (genial para ir con niños. A las 12.00 y a las 17.00 los alimentan). En el otro, un pueblo inglés que sirvió de caballerizas del palacio y ahora es residencia universitaria. El palacio, en el tope de la península, mira a todas partes. Es un bloque victoriano con toque regionalista. Cuenta con un genial mirador en su frente.

Toma aperitivo en El Sardinero. La playa de playas. Un paseo art decó con aires burgueses y diseñado para contemplar el mar, más incluso que para meterse en sus frialdades. Por arriba hay hoteles de inicios del XX, el Casino y terrazas de primera. Por abajo, jardines, paseos entarimados, cafés y un precioso arenal dorado que parece haber sido sacado de alguna pintura. Lugar perfecto para andar, mojar los pies, sentarse a respirar yodo y zamparse, cómo no, unas anchoas con un “marianito” o un Rueda. Placer cantábrico.

Cómete un cocido montañés. Todo lo comible de Cantabria está bueno. Las raciones en barra son bestiales y la materia prima insuperable. Aquí hay pescado y marisco para morir, gustosas carnes y una tradición repostera para rematar placer. Pero si me quedo con un plato, o dos, y más en épocas frías, está el cocido montañés. Probar una cuchara sopera de este guiso de alubias pequeñitas con berzas, flotando entre una espesa sopa hecha con un rico surtido ibérico de carnes y tocino, supera cualquier test hedonista. Lugares para probarlo hay muchos. Recomiendo el restaurante Zacarías, clásico entre clásicos, ambiente “camp”. Ganador de premios por su sapiencia en hacer estas ollas.

Haz noche en Santillana del Mar. Este pueblo medieval no pasa de la media docena de calles empedradas y tiene un caserío que impresiona. Verás casonas, portales, escudos y plazoletas... Es especial pasearse por la noche porque está tímidamente iluminada, una nota de buen gusto contraria al empeño hispano de meter focazos a trote y moche sobre cualquier piedra. Hay buenos alojamientos familiares. En invierno con desayunos, cenas y entradas. Destaco un sitio: la Colegiata de Santa Juliana y su claustro románico. La colección de capiteles es única. La otra parada, las cuevas de Altamira. Está a pocos kilómetros de Santillana a distancia pateable si sois andarines. Sólo se puede visitar la cueva réplica. Eso sí, perfecta y con un museo de alta calidad pedagógica. Es lugar para niños. Lo pasarán pipa. Y a pocos kilómetros, el Zoo. Es uno de los mayores de España. Encaramado en una ladera natural y con animales del cuaternario para ver al natural osos, bisontes, lobos o incluso linces boreales.

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